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Nuestros rios

-Javier Perales Solís-

Los ríos son como las personas….., nacen, crecen, son útiles a las sociedades de su entorno y mueren; generan vida y riqueza, pero a veces también desolación.
Se equivocan quienes hablan de la “Villa del Agua” pensando únicamente en su balneario. ¡Son sus ríos!, nuestros ríos y arroyos, los verdaderos artífices de la orografía de  este vergel donde habitamos que nos hace privilegiados. Nuestro Término Municipal, pródigo en cauces fluviales, hacia oriente Jándula, Yeguas a occidente y el gran Guadalquivir que lo atraviesa de Este a Oeste a los pies de Sierra Morena, cual flecha de Cupido,  enamora el corazón de quien llega a conocerlo.
Habitualmente miramos al río desde algún punto del paisaje que lo envuelve, pero…… ¿ y el paisaje mirado desde el río ?.
Afortunadamente mantenemos una vieja afición de juventud que hemos retomado con cierta intensidad este verano el amigo Juan y yo, el piragüismo, no exenta de riesgo, pero que con la adecuada precaución y la experiencia acumulada, nos abre las puertas de un mundo apasionante que nos da respuesta a la anterior pregunta.
 Desde los espacios abiertos del embalse del Yeguas, una inmensa llanura de agua tranquila, aunque a veces el viento la enfurece; con sus innumerables brazos que te adentran en lugares recónditos de difícil acceso terrestre y te obsequian con inéditas imágenes del paisaje y sus elementos…, al Guadalquivir, el gran río cuyo cauce transcurre entre frondosa ribera de juncos, aneas, mimbreras, álamos y tupidas choperas que te aíslan del exterior a la vez que te enseña el rastro de la intensa actividad humana aledaña que ha propiciado a través de los tiempos y sigue haciéndolo en la actualidad. 

 Recuerdo la instantánea de las “Prensas” vistas desde el arroyo “Mosquil” a la caída de la tarde,  el río que antes de la construcción de la presa quedaba distante, hoy se acerca silencioso por ese barranco como queriendo regar su antigua huerta y volver a llenar de vida esa joya perdida del siglo XIX tallada en la piedra molinaza que da color a estos terrenos; o la incursión por el ramal del “Fresneoso” hasta meternos debajo de las “Labradillas”, un caserón imponente encaramado en la cima de un picacho con unas  vistas de ensueño, hasta allí subimos pues nuestras embarcaciones nos permiten atracar en cualquier lugar de la orilla e inspeccionar el terreno a pié. Atraídos por su peculiar ubicación ya adivinábamos la fabulosa panorámica que íbamos a presenciar, lo que no esperábamos era encontrarnos con inquilinos, un galgo y una perra no se de que raza, que nos recibieron amablemente, aunque creo que la sorpresa fue mutua pues ellos tampoco esperaban la visita de dos individuos que de repente aparecieron de entre las aguas del pantano, tal fue así, que la perra de manera discreta y guardando las distancias nos acompaño en nuestra partida hasta la orilla, allí quedó absorta e inmóvil viendo como nos subíamos en unos extraños vehículos alargados y silenciosos que poco a poco y ya entre dos luces nos alejaron del lugar.

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Las abundantes lluvias primaverales caídas sobre las miles de hectáreas que drenan por esta cuenca desde la lejana Sierra Madrona, conducidas por un laberinto  de riachuelos y arroyos  hasta este embalse, han elevado sustancialmente el nivel de sus aguas, no solo  para alegría de los agricultores río abajo que podrán seguir regando sus campos, sino también para la nuestra que hemos podido navegar bastantes kilómetros rio arriba hasta la desembocadura del “Cabrera”, que baja entre los bosques de pinos del “Lugar Nuevo”. Allí, el Yeguas, vuelve a ser aquel río que recordamos de nuestra infancia y juventud, caudaloso en tiempos lluviosos, pero que acusa tremendamente las largas sequías estivales quedando su cauce arenoso seco, con algunos charcos o “madres” a manera de oasis, pequeñas “playas” domingueras donde  nos bañábamos y pasábamos aquellos calurosos días a la sombra de algún taraje o álamo de ribera, a falta de chiringuitos.
La travesía merece la pena…., entrar en la ensenada de “Valdeleches” y perderte en aquel rincón oculto bajo una umbría de tupido bosque de encinas, encarar la cola de las “Morenas” y deslizarnos hasta su misma base, bajo la mirada atónita de algún que otro ciervo que baja a saciar su sed, estar allí al pie de esos cerros legendarios que siempre han marcado el norte de nuestro Término Municipal suspendidos sobre las aguas, es como encontrar también el “Norte” de nuestras vidas.
Dejamos atrás en la margen izquierda las casas de “Pozas Viejas”, construidas con piedra de granito abundante en el lugar y a salvo por su lejanía y complicado acceso, del vergonzoso expolio sufrido por tantos  cortijos y caserías;  han aguantado como testigos inmóviles y silenciosos de la vida en otros tiempos de difícil supervivencia,  el paso de tantos años de soledad desde el éxodo de sus últimos moradores.
A medida que avanzamos el río estrecha, la presencia de rocas y piedras que emergen de las aguas colmadas por tortugas que apaciblemente toman el sol   viéndose sorprendidas por nuestra repentina presencia, nos hace pensar que detrás de la próxima curva puede estar el final y………..efectivamente, frente a nosotros el fin de las aguas, un casquero de cantos rodados aflora; un pronunciado desnivel en el terreno da continuidad a un cauce seco, entrecortado, con algunas lagunas sin corriente esperando de nuevo la lluvias otoñales.

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Más de dos horas de navegación paleando a lo largo de unos doce kilómetros nos han traído hasta aquí, ahora ilusionados y satisfechos volvemos a “La Campana”, el punto de partida. En nuestras mentes el próximo objetivo, el Guadalquivir, en busca de la desembocadura del Jándula. Pesa el cansancio y el dolor de brazos pero la euforia y el entusiasmo por lo vivido compensan sobradamente.
Como he comentado antes, el Guadalquivir discurre entre riberas de vegetación exuberante que hacen complicado acceder a él para embarcar, la presa de Marmolejo, “el Agromán” como popularmente se conoce el paraje en nuestro pueblo, genera un remanso de agua que le da anchura al cauce y permite navegar río arriba un par de kilómetros sin notar excesivamente el efecto de la corriente.
Una tarde dando un paseo por el camino de la “Piedra del Águila”, buscando embarcadero observamos un punto en la orilla cercano al arroyo “Comisario” que utilizan los aficionados a la pesca para ejercer dicha actividad y lo mantienen limpio de malezas e incluso con una veredita de acceso desde el camino; cuando nos acercamos y lo inspeccionamos inmediatamente comprendimos que era el lugar idóneo para emprender una nueva singladura después de más de treinta años de habernos iniciado en la práctica de este deporte  precisamente aquí, en este tramo de río, con una vieja canoa de fabricación casera de quilla y cuadernas de madera y casco de lona impermeabilizada con alguna brea o pintura.

La mañana del quince de agosto bien temprano “nos hicimos al río” y emprendimos la ruta fluvial con el ánimo de rememorar viejos tiempos; en la memoria todavía la imagen de aquellos lugares que entonces nos situaban y marcaban la distancia recorrida, pronto empezamos a notar que al paisaje que teníamos delante le faltaban algunos de esos elementos que estaban en la foto de nuestra memoria, hasta el punto de dudar de ella, no puede ser, comentábamos entre nosotros, ya debíamos de haber llegado al embarcadero de “Valparroso” y estar viendo la casa del barquero de la antigua barcaza de maroma que antaño atravesaba por aquí, cierto es que la barcaza ya no existía en aquellos años de primeros de los ochenta, pero si esos dos elemento que acabo de nombrar, precisamente en aquél embarcadero echamos al agua la primera vez aquella vieja canoa que he comentado, después hubo muchas más.
Lo mismo nos ocurrió más adelante con los tubos que atravesaban de la anterior acometida del agua potable que la traían desde el Jándula a Marmolejo, hoy también desaparecidos, al igual que la vieja presa de “Batanes” que por entonces alguna parte de su estructura se dejaba ver sobre las aguas. Con la pérdida de dichas referencias no terminábamos de situarnos, tan solo en los tramos donde la orografía del terreno mantiene cotas que sobresalen por encima de la arboleda selvática que crece en las orillas podíamos tener algún contacto visual con el paisaje exterior y tratar de ubicarnos, a la izquierda mirábamos hacia arriba y veíamos “Torremayor”, aquí el río se acerca tanto a la sierra que su orilla es muy escarpada; a la derecha siempre presentes los altos de las “Torrecillas”, hasta llegar a la casa de máquinas de la tristemente extinta comunidad de regantes que hacía fértiles sus tierras y las de toda la meseta marmolejeña. Precisamente en este punto aparece un elemento nuevo en el paisaje que la espesa arboleda apenas nos deja ver, a primera vista parece un viejo torreón medieval, pero no, en realidad se trata de alguien que queriéndose asomar al río ha construido una torre almenada más alta que la arboleda.

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A partir de aquí y ya sin referencias exteriores, engullidos en un cauce amazónico con riberas infranqueables que te aíslan y te impiden parar aunque sea a estirar las piernas un momento……, eso sí, acompañados de multitud de aves palustres que habitan este inmenso bulevar natural y te hacen amena la travesía; solo deseábamos llegar a las isletas de “Villalba”, navegar por sus innumerables canales que recordábamos y adentrarnos por fin en el Jándula. Pero vuelve a inundarnos la incertidumbre, la duda; parece que la memoria nos juega una mala pasada, por lo que intuimos hemos dejado atrás el cortijo de “Villalba”, siguen apareciendo elementos nuevos en el paisaje, “la mota” de tierra construida para contener las crecidas y evitar inundaciones, con las esclusas en cada desagüe del terreno que dan entrada al río de las escorrentías exteriores y evitan que salga el agua cuando el nivel del cauce sube; estamos ya junto a “Navaciruelo”, frente a nosotros los pilares del puente del ferrocarril Marmolejo-Puertollano que quedó inconcluso nos vuelven a situar en un punto que recordábamos, lo que ya no teníamos tan claro es si estaba antes o después de la desembocadura, pero……., ante la evidencia de no haber encontrado el más mínimo rastro del Jándula en el trayecto recorrido, no cabe otra, seguimos navegando.

La corriente cada vez es más fuerte y ya vamos acumulando cansancio, no obstante hemos decidido no renunciar a nuestro objetivo, no paramos de hacernos preguntas y conjeturas, a las que nuestra memoria es incapaz de dar respuestas. El tiempo pasa y aún no hemos tomado nada para reponer fuerzas, a lo lejos observamos algo que obstaculiza y rompe la continuidad del cauce y nuestras dudas comienzan a disiparse. ¡Por fin!, ahí están las isletas comentamos alegremente a la vez que recuperamos el ánimo, pero a medida que nos acercamos al lugar se vuelve a apoderar de nosotros el desánimo y la frustración, se trata de un árbol seco caído que ha retenido materiales de arrastre y ha originado un islote flotante formando un tapón imposible de sobrepasar, tras varios intentos infructuosos con “nuestro gozo en un pozo” como se suele decir, contrariados y cargados de rabia decidimos retornar. Esta vez el río nos ha vencido, pero lo peor….., nuestra memoria nos ha  traicionado.

Convencidos de no haber llegado al punto deseado, emprendemos el camino de regreso mirando hacia las orillas, pues en el furor de la búsqueda navegando contra corriente y sin injerir alimento alguno en toda la mañana, no hemos deparado en el desgaste físico al que ahora se le suma el bajón anímico y psicológico que en cualquier deporte supone no conseguir llegar a la meta perseguida. ¡Hay que parar y comer!, pero es difícil encontrar un punto de atraque seguro, son muy escasos los claros que deja la densa vegetación para llegar a tierra firme sin que además la corriente te arrastre bajo las malezas, sabemos bien que en estas aguas debemos evitar a toda costa situaciones de peligro que pongan en riesgo la estabilidad de la embarcación. Felizmente y después de algunas maniobras logramos desembarcar, con los pies en tierra firme y las piraguas seguras fuera de la corriente, sacamos nuestros bocadillos y tranquilamente reponemos fuerzas. Yo, movido por la curiosidad de saber donde nos encontramos intento escapar del cauce y no sin dificultad consigo encaramarme encima de la mota de contención desde donde observo que estamos justamente detrás de “El Sotillo”, vuelvo a rebobinar en mi memoria pero ya nada me cuadra, lo comento con Juan y ambos nos hacemos la misma pregunta…..¿a tres kilómetros escasos del puente de Andújar y el Jándula sin aparecer…………?.
El misterio está servido y ya de regreso, empezamos a organizar la próxima expedición que lo desvele. El favor de la corriente nos desplaza a mayor velocidad y con menor esfuerzo, pronto volvemos a entrar en el remanso de la presa, frente a nosotros de nuevo la “Piedra del águila”, ”Herrero”, ” la Cuna”.
 De regreso en “el puerto” de partida sacando las piraguas del río, vencidos pero no derrotados, marcamos la estrategia del próximo intento. Si el Guadalquivir no nos ha llevado al Jándula, sin duda el Jándula nos verterá con sus aguas en el Guadalquivir.
Días después, emplazados en la “Ropera”, por encima del puente construido sobre el Jándula que da acceso a los pagos del “Rincón” y “Valtocado”, volvemos a la aventura. La flota ya está en el agua y su tripulación a bordo, la mañana está fresca y la piel……. “de gallina”, remontamos río arriba para tomar contacto con el medio hasta una pequeña presa de escasa altura por donde saltan las aguas generando una corriente, llegados a este punto hacemos girar nuestras embarcaciones 180º y sin pensarlo dos veces nos lanzamos rumbo a lo desconocido.

Conducidos por un cauce ancho de idénticas características que el del Guadalquivir, que ya hemos descrito, pasamos bajo el puente y lo vamos dejando atrás, por delante la gran anchura del río nos reafirma en aquella desembocadura que recordábamos, abierta, amplia……..; una inmensa zona anegada de agua, un laberinto de canales de escasa profundidad entre islotes poblados de vegetación por donde navegábamos y se daban encuentro las aguas de ambos ríos hasta el punto de desorientarte y no saber en cuál de los dos estabas.
Pero a medida que avanzamos esa imagen recordada se difumina, aquella desembocadura apoteósica que acabo de describir parece cada vez más imposible ante la realidad que aparece frente a nuestros ojos, tras algo más de un kilómetro recorrido el cauce estrecha espectacularmente y gira hacia la derecha, intuimos que el gran río está cerca y por la orientación se diría que discurrimos en paralelo. La situación se complica, avanzar es cada vez más difícil las aguas se pierden entre una selva de mimbreras, álamos, higueras….; aquello es lo más parecido a un manglar pantanoso que no cesa de poner impedimentos a nuestra marcha. Yo que voy el primero, pues mi piragua tiene un diseño que permite mayor maniobrabilidad, trato de abrir paso como puedo, partiendo ramas con las manos, metiendo las palas por entre los huecos para impulsarme en el agua, siempre con sumo cuidado de no perderlas, pues esta es la regla de oro del piragüismo. Tras discurrir casi medio kilómetro en estas condiciones la desesperación hace acto de presencia, en algún momento perdemos el contacto visual e incluso los nervios, nos comunicamos a voces maldiciendo aquel río que parecía haberse perdido y nosotros con él.

Tan  sólo la lógica que impera en la Naturaleza nos tranquiliza, sabíamos que tarde o temprano, con mayor o menor dificultad ese río moribundo nos llevaría al Guadalquivir…..Y así fue, pronto nos vimos fuera de aquel infierno vegetal y en medio de un gran río que ya conocíamos. Habíamos pasado por este punto el pasado 15 de agosto cuando hicimos el primer intento pero está tan camuflado y entra tan desapercibido que no hay indicio alguno que te haga pensar que aquí, después de abrir brecha entre los granitos y pizarras de Sierra Morena desde la garganta del “Hoyo”, peñón de “Ambrox”, cumbres de “Selladores”,…..y a pesar de los intentos del Hombre por atajarlo en la “Lancha” y “Encinarejo”…….,venga a morir silencioso y humilde, sin hacerse notar, el río que baja por esos cerros revoltoso y jovial entre frescas fresnedas y alisedas  de “Lugar Nuevo”, “Valdezorras”, “Puente de hierro” y tantos otros  parajes a los que sus frías y cristalinas aguas llenan de vida…., nuestro río más oriental, “el Jándula”. 
Aquél día conseguido nuestro reto y situados ya, como he comentado, en el Guadalquivir decidimos remontarlo hasta el puente de Andújar, no sin antes dejar marcado el lugar por donde volver a entrar en el Jándula. Con la incertidumbre de no saber si los obstáculos que nos hicieron retornar en días anteriores seguirían allí, albergábamos la esperanza de que no fuera así, dado que las tormentas caídas en este intervalo de tiempo habían aumentado el caudal del río y provocado arrastres, lo veíamos en las orillas que estaban aun más inaccesibles por el sedimento de lodos tras la crecida.
Volvimos a pasar por los pilares del puente inacabado del que hubiera sido  ferrocarril Marmolejo-Puertollano y allí entendimos que nuestra memoria nunca nos traicionó siempre guardó la imagen que vimos en aquellos años de juventud, ahora inexistente.
 La Naturaleza está viva, evoluciona, el río forma parte de ella y en esa evolución todo se transforma, aparecen unos y desaparecen otros elementos que modifican el paisaje, bien por ley natural o por la mano del Hombre. Las isletas con su laberinto de canales se perdieron, el gran río se abrió paso transformando aquellas islas en un gran tapón de sedimentos que hoy dificulta la desembocadura del Jándula y nosotros que navegamos hace más de treinta años por aquel “archipiélago fluvial” hoy desaparecido, continuamos ascendiendo hacia Andújar nostálgicos de aquellas vistas y desencantados ante el cambio acontecido que no nos permitirá volver a disfrutarlas jamás, en realidad no se siente lo perdido, sino la parte de tu vida que  con ello…, se va.
Pronto comenzamos a ver la torre del campanario de la iglesia de San Bartolomé, aparece sobre el paraje de antiguas huertas aledañas a la población  que  los lugareños llaman “la isla”; una preciosa panorámica reservada tan solo a quienes acceden a la localidad a través de esta vía de comunicación. 
Efectivamente, tal y como suponíamos, las tormentas caídas habían arrastrado el obstáculo flotante que en días anteriores nos hizo dar la vuelta, la ruta estaba despejada y pronto comenzamos a percibir el bullicio y los ruidos que delataban la cercanía del núcleo urbano, así fue, frente a nosotros el puente “romano” de la vecina localidad, desde donde los transeúntes que lo cruzaban dirigían sus miradas  hacia el seno del río y es que la imagen de dos piragüistas luchando contra la corriente para intentar pasar bajo alguno de sus ojos…………  debía ser  nada habitual. Allí paramos en la orilla satisfechos al fin de haber resuelto el enigma que nos tuvo con el alma en vilo varios días y contemplando el viejo puente tomamos un avituallamiento para reponer energía.
 Aunque ya sabíamos que siempre en el viaje de regreso aguas abajo por el Guadalquivir te ayuda la corriente, no se nos iba de la mente el tener que remontar de nuevo por la desembocadura del Jándula y atravesar por aquel entramado vegetal impenetrable. El retorno se hizo rápido, las piraguas se dejan arrastrar bien por la corriente y a poco que impulses con las palas consigues una velocidad de crucero que te desplaza con rapidez, pronto me vi de nuevo en el punto que dejamos marcado en la misma desembocadura, allí hube de esperar a Juan unos minutos admirando mientras tanto la frondosidad de la ribera y como su densa vegetación cobija y oculta al Jándula en su agonía; atravesamos de vuelta aquella selva por la ruta que dejamos abierta, esta vez tranquilos y en silencio, respetando su última voluntad:
 ”Dejadlo morir en paz”.  
Aquel día abandonamos el lugar con una sensación agridulce, nos alegraba haber vuelto a repetir la hazaña tantos años después, aunque encontrar aquello transformado, tan diferente a lo recordado, nos produjo al mismo tiempo cierta tristeza; pero los cambios hay que asumirlos y comprender que nada ni nadie que esté vivo permanece inalterable a lo largo del tiempo; allí aprendimos que la vida, como las aguas en el río, es una corriente de momentos fugaces que se nos escapan de las manos y debemos vivirlos intensamente. Convencidos de ello nos fuimos en busca de nuevas aventuras y remontando aquel río que habíamos visto morir nos esperaban sus embalses; de vuelta a los espacios abiertos, a las aguas tranquilas y profundas.
Hora y media navegando por el remanso del “Encinarejo” para toparnos con un imponente muro granítico que impresiona, su torre central le da aires de fortaleza inexpugnable, estábamos ante la presa de “la Lancha”, tras de sí un “mar interior” que nos introduciría en un territorio lejano y salvaje.
Es este un embalse que causa respeto, encajado en un angosto y profundo valle hace que cuando accedes a él a través de la pista que viene desde los “Escoriales” y empiezas a descender divisando como sus aguas se adentran entre escarpadas montañas de paredes rocosas y verticales que se sumergen en ellas, te aparezca cierto cosquilleo y tembleque en la piernas y sea inevitable aquella expresión de “acojono”:
“¡¡Uf!!.....¿Dónde nos vamos a meter?”.  

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Aquel día bien temprano llegamos al lugar, cruzamos la presa y a través de un túnel excavado en la montaña aledaña accedemos al agua; por el nivel embalsado calculábamos una travesía de alrededor de veinte kilómetros hasta llegar al final, los mismos que deberíamos navegar de regreso y esto es importante tenerlo en cuenta en este tipo de actividades para no vernos inmersos en situaciones comprometidas, no sabíamos exactamente el tiempo que invertiríamos pero teníamos claro que para la vuelta deberíamos disponer con luz del día, por aquello del cansancio y de que aquí no te ayuda la corriente, de al menos una hora más de lo invertido en la ida.
 Con el firme compromiso de cumplir esta norma y no dejarnos arrastrar por la pasión y el deseo de llegar hasta el final, poniendo de nuevo rumbo hacia el punto de partida llegado el momento en el que Juan, encargado de controlar el tiempo transcurrido, dijera….. ¡hasta aquí hemos llegado!, comenzamos a impulsarnos con las palas en las aguas y ponemos en marcha nuestros navíos. Con precaución nos alejamos del muro que lo dejamos a nuestra derecha, inmediatamente frente a nosotros un estrecho de paredes rocosas en el que aún no entran los rayos de sol y el viento fresco de la mañana sopla con intensidad queriéndonos arrancar las palas de las manos, las olas que provoca rompen contra las proas de nuestras piraguas y nos salpican a la cara, las orillas verticales insinúan la gran profundidad sin darte opción a escapar.
 Un escalofrío que recorre nuestros cuerpos nos hace acelerar la marcha, para salvar aquella prueba de fuego, salir de allí cuanto antes y entrar en el paraíso que adivinábamos detrás; la calma, el remanso, el sol calentando con sus rayos suaves playas paradisíacas  en las que sorprendíamos refrescándose a algunos habitantes del lugar, ciervos, muflones, zorros………. Quedábamos admirados observando cómo algunos ejemplares de grandes cornamentas, sin miedo alguno se lanzaban al agua delante de nuestras proas y sin dadnos opción a alcanzarlos atravesaban nadando de una orilla a otra en un alarde de poderío y dominio del territorio.

Poco a poco, navegando por aquel escenario fantástico contemplando aquella secuencia de escenas espectaculares que se reproducían ante nuestros ojos en cada giro de nuestro rumbo, nos íbamos acercando al final. Habíamos dejado atrás el arroyo de “Cabeza parda” que entra al embalse por una garganta profunda y estrecha dejando caer sus aguas, cuando las trae, en chorro formando cascada digna de contemplarse. Aguas arriba, con las cumbres de “Selladores” cada vez más cercanas, el río zigzaguea en numerosas curvas y va perdiendo anchura, pero, a diferencia del “Yeguas” no existe un desnivel brusco en su cauce que lo deje seco, suavemente tras un último giro a la izquierda llegamos a un punto donde el nivel de las aguas no permite la navegación, estábamos junto al peñón de “Ambrox”, después de cinco horas  de travesía lo habíamos conseguido, de no haber sido por la sequía estival hubiéramos ascendido unos tres kilómetros más, tal vez hasta el puente de las manzanas, pero eso será en otra ocasión, cuando haya llovido y vuelva la primavera.

Aquel fue un día caluroso de finales de septiembre, antes de retornar  comimos unos bocadillos frente a aquella mole de piedra llamada “Ambrox” que conocíamos de oídas, ¡allí estaba!, parecía haber estado esperándonos toda la vida.
Días más tarde con ocasión de un viaje de trabajo a Sanlúcar, en un receso en las tareas tuve ocasión de navegar, con piragua de alquiler, junto a unos amigos por el Guadalquivir; recordé las aventuras vividas durante  el verano en sus aguas de tierra adentro y allí en su desembocadura, entre Sanlúcar de Barrameda y  Doñana con el Océano al fondo sentí la presencia de nuestros ríos, sus aguas  me susurraban aquella vieja canción  que decía:
”Tú que puedes vuélvete, me dijo el río llorando.
 Los montes que tanto quieres, me dijo,
 allá te están esperando”.
 Añoré aquellas montañas de Madrona, las Morenas, Ambrox, Selladores………que los vieron nacer y recordando los versos de Jorge Manrique en “coplas por la muerte de su padre”, pensé, ¡no hay retorno posible!, pues  también………… “ Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar”.

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