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El Fraile de la Marquesa (Leyenda Popular)

-Manuel Perales Solís-

Pertenezco a esa generación  que creció escuchando los cuentos y las leyendas que nuestros mayores (padres y abuelos/as)  nos contaban  al calor del brasero o de la lumbre, tras esas tardes de juegos agotadores en calles tranquilas,  aunque, a ratos, animadas por el trajín de rebaños de cabras y de gentes de campo  que volvían de los tajos, a horas vespertinas, tras de haberse ganado dignamente su jornal.

  Esas narraciones, transmitidas de viva voz,  resultaban seductoras e impactantes en las mentes de quienes las escuchábamos, esperando de ellas, casi siempre, un final feliz. La mayoría  tenían una carga moralizante y, como no,  una pequeña dosis de enseñanza para  nuestras vidas.

  La leyenda que hoy pretendo recuperar, enmarcada con algunos datos históricos sobre la casería de La Marquesa, la escuché hace tiempo a uno de los muleros  mayores que trabajaba en la finca del Ecijano. Había  nacido a final del XIX, y la oyó referir, en sus años de juventud, a otros jornaleros más viejos que él. 

 

“Cuentan que en la casería de La Marquesa  se aparecía un fraile a las gentes de campo que quedaban rezagadas, cuando por venirle larga la tarea se veían obligados a transitar por el camino que pasaba junto a la puerta principal, ya entrado el día en tinieblas.  Aquel fraile, decían, arrastraba una cadena sujeta a ambos tobillos con unos grilletes, y en la mano izquierda hacía portar una calavera. 

  Su rostro, totalmente en penumbra, era imposible de distinguir pues quedaba ensombrecido por efecto de la enorme capucha que cubría su cabeza.  Aparecía y desaparecía cuando menos se esperaba, reconociéndose su cercanía por el característico chirriar de las cadenas en su deambular pausado por los olivares. Unas veces era visto en el cuarto del Salcegüelo; otras en el del Lentisco, e incluso en el de Dueñas, todos ellos, predios de olivares cercanos a la Marquesa, pertenecientes al patrimonio de los condes de Villaverde la Alta. La presencia del fraile causaba tal pánico en las gentes del lugar, que huían despavoridas como si hubieran visto al mismo diablo.

  Habitualmente los trabajadores  sorprendidos por esta  imagen espectral, solían ser muleros que tras el cese de los trabajos de las cuadrillas quedaban en el campo para cargar las aceitunas  que portaban en serones y sacos hasta los molinos más cercanos. Y es que era costumbre de este gremio, volver tarde de los tajos y madrugar, al día siguiente, para llevar la jerga  necesaria para los trabajos de recolección de la siguiente jornada. A eso del mediodía retornaban nuevamente a los molinos para acarrear las aceitunas recogidas durante la mañana.

   Era tradición que los muleros llevaran  unos faroles para alumbrarse por los tortuosos caminos durante las noches más oscuras y disuadir así a posibles asaltantes o a los  espíritus maliciosos, a los que por estos años se les tenía mucho respeto. Sobre todo cuando transitaban los sitios más angostos del Recoche, Cuesta Polo o María Giralda.  A sus bestias, se tratasen de mulos o bueyes, les colgaban unos cencerros cuyo grave tañer resultaba inconfundible en las madrugadas del invierno cuando entraban o salían de la población por la calle de los Bueyes.

  La leyenda del fraile se difundió entre las gentes del lugar; las que vivían en las caserías y las que volvían por las tardes, tras su jornada, a Marmolejo. Se comentaban estas apariciones en las tabernas y en los hogares, junto a la lumbre, en las largas noches de invierno.  Sin poder sobreponerse al miedo que generaba estos sucesos, algunas cuadrillas de aceituneros evitaban pasar por la puerta de la Marquesa, dando un rodeo  por los olivares cercanos, para no toparse con el temido espectro. Aunque no por todos era respetado. 

   Al parecer, dos valientes incrédulos se guaseaban habitualmente de los que daban fe de haber visto al fraile con la calavera en la mano. Éstos se jactaban, ante sus compañeros de trabajo, de ser una burda falacia, propia de la imaginación de mentes maliciosas y calenturientas, interesadas, quizás, en espantar a los intrusos malintencionados en aquellos parajes,  evitando así posibles robos de ganado y aceitunas. 
 

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El fraile de la Marquesa. Dibujo de Robles

Casería de La Marquesa: patio y cara interior del muro de la fachada principal en 1980.

  Ocurrió que habiendo venido un año de gran sequía, con cosechas exiguas de cereales y aceitunas, la miseria y la escasez se cebaba sobre muchas familias de la clase jornalera que apenas disponían de algo que llevarse a la boca. Esa situación de carestía se alargaba en el tiempo llegando los meses de recolección con escaso trabajo en las fincas  y aún menos recursos con los que proveerse de alimentos y vestido.  Las talegas de las cuadrillas que recogían los olivares cercanos a La Marquesa,  apenas si contaban con un trozo de pan duro y unas sardinas arenques; en ocasiones, si acaso, algún rábano y unos torreznos. 

  Aquel día, frío y ventoso, era  festividad de los Reyes Magos, y llegada la hora del almuerzo, sucedió un hecho insólito. La mayoría de las mujeres y los hombres, agotados por los trabajos de la mañana, se sentaron en el suelo, junto a la candela, buscando reparar fuerzas con el escaso alimento que las tiendas del pueblo le habían fiado. También los niños pequeños y los mozuelos  y mozuelas que  ayudaban a sus padres en las tareas de recolección, reflejaban en sus rostros el cansancio y la falta de alimentos. Malvestidos y harapientos, encendían una buena lumbre nada más llegar al tajo por la mañana, procurando, los más viejos, que ésta no se apagara para la hora del almuerzo.

   La sorpresa para aquellas gentes,  fue que encontraran sus talegas repletas de ricas viandas de todo tipo y de licores y exquisitos dulces caseros navideños; y todo en gran abundancia.  Nadie daba crédito a lo ocurrido y, mucho menos, al ver cómo  los dos compañeros que hacían bromas a diario, mofándose del fraile, hubieran de conformarse con la exigua merienda de todos los días. 

  Cuentan también, que mientras duró la recolección en aquel olivar del cuarto del Palomarillo, las talegas fueron colmadas no sólo de los alimentos más precisos, sino de ropitas preciosas para los hijos más pequeños de Ceferina y Natividad, dos madres lactantes de la cuadrilla cuyos recién nacidos pasaban la jornada en un esportón al abrigo de un olivo, mientras recogían las aceitunas.  

  Hubo quienes  difundieron el bulo de que la persona disfrazada de fraile no era otro que el Conde de Villaverde, dueño de aquellos pagos y personaje altruista, que gustaba ayudar a las gentes humildes de las poblaciones por donde se extendían sus dominios.

  La casería de la Marquesa, que dio nombre a esta leyenda, era una de las más antiguas del pago de Cerrada. Aunque algo transformada por  las  exigencias tecnológicas asociadas a la extracción del aceite de las nuevas plantaciones de olivos de mediados del XVIII, sus dueños, los condes de Villaverde, habían incorporado al conjunto del antiguo complejo agro-ganadero, anterior al XVIII, una gran almazara de viga, provista de bodega, cuya torre  de prensado dominaba el paisaje de la Loma de la Marquesa.  La almazara  entró en desuso hacia finales del siglo XIX, coincidiendo con la venta del patrimonio de los condes de Villaverde a unos banqueros parisinos, los hermanos Brochetón. 

   También constaba de estancias para el señorío y los trabajadores y de un pequeño oratorio, o ermita, provista de espadaña y campana, atendida, como era costumbre, por un cura capellán que realizaría los servicios religiosos de los señores condes en sus estancias en la finca. Pero la obra original, de mampostería reforzada con sillares esquineros, respondía a épocas más lejanas.
   Por el tipo de fábrica y rasgos constructivos podríamos ubicarla entre los siglos XV y XVI, cuando aún en estas tierras se extendían amplias dehesas de encinas y pastos destinadas a la ganadería y a la caza. Así, al menos, lo denotaba su peculiar traza de recinto-fortaleza dotado de muro almenado en su  fachada principal, del que solo quedan restos del tapial, ya descarnado, y en estado totalmente ruinoso.  El proceso de deterioro de este macro-recinto agro-industrial se aceleró, principalmente, en la segunda mitad del siglo XX. 
   Tras la caída de la torre de prensado y del paño de muralla de la fachada principal, hacia el antiguo camino de la Dehesa Cerrada, su inconfundible perfil de otras épocas, aparece en la actualidad totalmente irreconocible.

  En relación a la leyenda del fraile, posiblemente inspirada en hechos ocurridos en la noche de los tiempos de esta casería, es evidente que la existencia de una pequeña iglesia u oratorio,  hace que pensemos en la necesaria presencia, en algún momento de su larga existencia, de un religioso o capellán a cargo de los cultos de la ermita. Aunque no de forma permanente,  era habitual que un sacerdote se desplazase en una bestia o tartana desde la población más cercana,  para oficiar los cultos de los días festivos y fiestas de guardar, como apuntó el poeta y escritor cordobés, Juan Bernier, en un bello artículo titulado “Oratorios rurales de Montoro”. 
  Pero  la leyenda nos habla de la figura de un fraile. Y no ha de extrañarnos que junto a la figura del capellán con la que muchas casas nobles contaron para los oficios religiosos en sus oratorios privados, existieran frailes, casi siempre legos, que hicieron  vida ermitaña, habitando en algunas de las dependencias aledañas  y subsistiendo de la caridad y de los trabajos en la finca, cuyas tierras y huertos cultivaban para su sustento. 
 Curiosamente en la toponimia del olivar de sierra encontramos con frecuencia lugares que rememoran  la presencia de estos religiosos. Por ejemplo en el Charco del Novillo de Montoro, cercano al pago de Cerrada, se haya la casería de Los Frailes con un huerto tapiado, plantado de bella arboleda,  conocido como el Fontanar de los Frailes. También en la loma del Cerro Parejo, hay un olivar con pequeña casería que llaman de Los Frailes. No muy lejos de la finca de la Campana, junto al arroyo de Los Caros,  existió otra vieja casería, provista de oratorio, cuyas bóvedas en ruina, de aspecto decimonónico, no pasaban desapercibidas para los transeúntes de la carretera de la sierra, en los años de mi infancia. Hablo de la desaparecida casería de La Virgen, en cuyo entorno ocurrieron  los hechos que recogió otra vieja leyenda de nuestro pueblo: la Niña del Barranquillo. 

  Según los testimonios de los antiguos, la ermita de la Marquesa se encontraba frente a la fachada principal,  dando su muro trasero a los olivos del “cuarto del Salcegüelo”. Disponía de una espadaña con campana que, según  me contaron personas ya desaparecidas, fue llevada a la iglesia de Jesús cuando ésta fue remozada,  hacia 1887, bajo el patrocinio de los condes de Villaverde.   
 Posteriormente -en 1900-  el retablo de este pequeño oratorio rural era solicitado por el Ayuntamiento de Marmolejo, a los nuevos dueños de la Marquesa, los hermanos Brochetón, para su ubicación en la capilla del nuevo cementerio de Santa Ana pues, con total probabilidad, la ermita estaba ya,  por esos años, en estado de abandono.

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