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El caballo de Solano (*)

-Francisco Cáliz García-

El caballo de mi padre (Solano), se llamaba “Lucero”, su historia se remonta a los años comprendidos entre el año 1945 y 1970, es decir, la vida de este animal pudo haber durado aproximadamente unos 25 años.

Me dispongo a contar este relato, porque, aunque caballos hay muchos, éste fue algo especial, siempre empleado en las faenas agrícolas.
Los colonos de San Julián que vivían por aquellos entonces y que algunos aún viven, cuando lean estas líneas, enseguida sabrán de lo que voy a hablar.
Pues bien, “Lucero”, que era de color marrón claro con un lunar blanco en la frente, de ahí su nombre, lo compró mi abuelo paterno en un cortijo de Andújar llamado “Mencali”, con unos 15 meses de vida, lo cuidaba un gitano y pagó por él, en aquellos años, 2500 pesetas.
Cerrado el trato, mi abuelo regresó con el animal a su pequeña finca, una viña situada más allá del cortijo de “los Cipreses”, en término municipal de Lopera, donde vivía con su familia: mi abuela, mis tíos y mi padre, la viña se llamaba “el chozo”, por ser una choza donde habitaban. En esta morada criaron mis abuelos a sus hijos, nacidos todos ellos en Montilla (Córdoba) y allí permaneció “Lucero” con ellos durante dos años, hasta que un veterinario lo capó y mis tíos comenzaron a domarlo para adiestrarlo en los trabajos agrícolas.

Cuando mi padre se casó, le arrendó a mi abuelo materno (el Pavillo) la parcela y la casa, aquí en San Julián, y fue entonces cuando instalados ya mis padres en el Poblado, se trajeron a “Lucero” para sembrar algodones que era el cultivo al que, como ahora, casi todos los colonos se dedicaban.
Todo se hacía con bestias en aquellos años y “Lucero” pronto destacó por su habilidad en la ejecución de cualquier labor agraria, siembra, planet, cuchilla, aporcador, etc. Mi padre lo conocía muy bien y  cuando realizaba alguna faena en la parcela, cada vez que tenía que dar la vuelta, el caballo, con mucho cuidado la daba y no pisaba ninguna planta de algodón. Además, si mi padre lo dejaba parado en mitad del surco, aunque estuviera dos hora, “Lucero”, no se movía ni un centímetro.

 

Cortijo de “Los Cipreses”, en cuyas cercanías vivieron los abuelos paternos de Francisco Cáliz García. Foto: Javier Perales Solís.

Por las tardes, acabada ya la jornada, se quedaba suelto en la linde, debajo de unos ciruelos hasta que mi padre desde la puerta de la casa que dista unos 50 metros de la tierra, le chiflaba y “Lucero”, sin dañar ni una planta, acudía presto a la llamada de su dueño para acomodarlo en su cuadra.
Poco tardó “Lucero” en ser famoso y querido por todos los colonos de San Julián, tanto que mi padre casi no tenía que alimentarlo ya que a mi casa venían todos a pedir el caballo para hacer sus tareas en el campo y mi padre lo dejaba con la única condición de que le dieran de comer.
Quién más lo tenía era Antonio Casado, un colono que además de su parcela, mantenía unas pocas vacas lecheras, por cierto, que yo de niño, me iba todos los días con él para ayudarle a sacar las vacas a pastar y a ordeñarlas cuando volvíamos por la noche, por lo que me recompensaba con una cantarilla de leche para mi casa. Trabajaba con este buen señor un muchachote hijo de familia de colonos de aquí, de San Julián. Él se encargaba de cuidar y de enganchar a “Lucero” al carro que poseía para ir por hierba para las vacas, por esta razón era quien más tiempo empleaba al animal.
Pero además de su extraordinaria aptitud para el trabajo, “Lucero”, realmente sorprendía por su gran nobleza y entendimiento, yo diría, casi humano, como podrán comprobar, si siguen atentos al relato.

 

 

 Mi padre, en algunas ocasiones, nos montaba a mi hermano Antonio, el mayor, y a mí,  a la grupa del caballo, nos cruzaba la vía del ferrocarril por el antiguo paso a nivel del “Portichuelo de Lopera” y “Lucero”, solito, portichuelo arriba, sabía orientarse perfectamente por entre esos pagos de viñedos ya desaparecidos, y olivar, para llevarnos sanos y salvos hasta el cortijo de “Chimeneas”, en término municipal de Lopera, donde estaban de caseros mis abuelos maternos, “El pavillo y María la viñera”. Y digo que se orientaba solito porque mi hermano y yo tan solo éramos unos niños de 7 y 5 años respectivamente.

Siempre emprendíamos este viaje por la mañana temprano y cuando llegábamos al cortijo mis abuelos nos estaban esperando. Permanecíamos allí con ellos todo el día y al anochecer regresábamos a San Julián, mi abuelo nos volvía a encaramar en el caballo y éste, siguiendo los pasos de la ida, con ritmo sosegado y esmerado cuidado, responsable y conocedor de la frágil mercancía que portaba, nos retornaba de nuevo hasta el mismo paso a nivel, donde mi padre, impaciente, esperaba la llegada del entrañable convoy, que a veces, se producía bien entrada ya la madrugada.

Cortijo de Chimeneas, donde trabajaron los abuelos maternos, “El pavillo” y  María “La viñera”. Foto: Javier Perales Solís.

 Recuerdo también cuando tocaba ir por agua para beber, ya que en las casas no disponíamos de agua potable. Mi padre le ponía a “Lucero” unas aguaderas de seis cantaros, tres a cada lado, nos subía a mi hermano y a mí y sin titubear, el animal se dirigía inequívoco hacia la fuente de “La Zarza”, que por cierto, aunque en mal estado, aún existe. Cuando llegábamos, “Lucero”, se postraba, agachándose para nosotros poder bajar solos y así permanecía hasta que con un cazo llenábamos los seis cántaros de agua, volvíamos a subirnos y de vuelta a casa.

De vez en cuando, mis abuelos, dejaban el cortijo (Chimeneas), para dar una vuelta por su casa de Marmolejo, situada en la calle Nueva, aprovechando estos días para la limpieza, compras o la ejecución de algún que otro trámite o papeleo. Cuando esto ocurría, mis padres, también aprovechaban para enviarnos con ellos y pasar unos días en el pueblo, tarea esta, como siempre, encomendada a “Lucero”, que puesto, por mi padre, sobre el camino de Marmolejo, ya sabía él que el destino era la casa de la calle Nueva, donde nos esperaba mi abuelo en la puerta para darnos hospedaje a los tres. Acabada la estancia, de nuevo, de vuelta a San Julián a lomos de nuestro querido “Lucero”, que era nuestro niñero, porque, repito, tan solo éramos niños de 7 y 5 años.

Nunca se me fue de la memoria el recuerdo anecdótico de un trabajillo extraordinario que le salió a “Lucero”, seguro que ésto que les voy a contar, también lo recordarán los colonos más viejos del lugar. Se trata de cuando el extinto Instituto Nacional de Colonización decidió construir un canal con canaletas prefabricadas de hormigón en la zona alta de San Julián, concretamente el que pasa por el Cerro Pimiento, este se construyó sobre el antiguo canal de obra que había a ras de suelo, para sustituirlo porque ocasionaba problemas con el riego.

La empresa encargada de dicha obra, ante la escasez de maquinaria en la época, decidió alquilar un mulo, de los muchos que disponían los colonos, para tirar de un carro de dos ruedas de goma con unos ganchos donde se colgaba la canaleta, que pesaba sobre 500 kilos, para transportarla de una en una desde el Poblado hasta su lugar de ubicación en el canal, atravesando por caminos maltrechos y campo a través. El mulo, cuando llevaba varias horas trabajando se rendía y no daba un paso más y es que el animal pronto terminaba extenuado ante la dureza de semejante trabajo, no sirvió de nada probar con otros mulos porque a todos les ocurría lo mismo.

 

Portichuelo de Lopera, en el antiguo camino de Marmolejo a Lopera. Este camino fue muy transitado por jornaleros y gentes de campo. También los hortelanos marmolejeños lo recorrían, casi a diario,  para arrimar sus “cargas” de hortalizas a la vecina Lopera.Foto: Javier Perales Solís.

 Fue entonces cuando un colono le comentó al encargado de la obra que había en San Julián un vecino, apodado Solano, que disponía de un robusto caballo y que posiblemente tuviera la fortaleza necesaria para realizar el trabajo descrito. Este hombre, el encargado, desesperado ante la tardanza en la ejecución de la obra, pronto se presentó en mi casa preguntando por mi padre, con la intención de alquilarle el caballo. Mi padre exigió la condición de ir él dirigiendo a “Lucero” y cobrando además su jornal, cuestión que rechazó el encargado argumentando que la empresa ya disponía de personal contratado para ello y que lo único que necesitaban eran los servicios del animal. Finalmente y como mi padre sabía que “Lucero” no atendería la órdenes de otra persona desconocida, accedió, seguro de que no tardaría, el citado encargado, en volver a buscarlo, como así ocurrió dos días más tarde.



Fue entonces cuando empezó a cundir el trabajo en la obra, ya que “Lucero”, dirigido por mi padre estaba todo el día transportando canaletas, aunque después de varios días de trabajo, el encargado, bien por presión de sus jefes o por listillo, no paraba de instar a mi padre para que acelerara el ritmo, hasta que un día ya, descaradamente, llegó a preguntarle: -“¿Solano, ese caballo no tiene otro paso?”.Mi padre, con el mismo descaro, respondió: -“sí tiene otro, pero es más corto que el que lleva”, rápidamente cogió la indirecta este encargado que tuvo que conformarse con no perder el que llevaba. Ya no volvió a increpar más, en este sentido, a mi padre, que sabía perfectamente que no encontraría otro animal en la zona para hacer este trabajo.

El final de esta historia, real como la vida misma, no es nada alegre, aún se me pone el vello de punta y me acongojo cuando recuerdo aquella trágica escena, pero ésto no es el guión de una película para cambiarla por otra más feliz, así que con la vista borrosa y el nudo en la garganta me dispongo a relatarla.

 Como ya he comentado en párrafos anteriores, “Lucero”, mi añorado caballo de la infancia, llegó a ser muy querido entre todos los colonos de San Julián, porque a todos ayudó en sus faenas agrícolas y fue un día como otros tantos, de finales de mayo o principios de junio de 1970, creo recordar, trabajaba dando planet al algodón con un colono que se lo había pedido a mi padre, después de estar toda la mañana en aquella parcela, cuando llegó el medio día, el buen hombre lo trabó en la linde, en una zona de hierbas frescas para que comiera. Eran más o menos las dos de la tarde, en mi casa ya estábamos comiendo y desde la ventana del comedor veíamos a “Lucero” allá, a lo lejos. También veíamos como en el cielo, cada vez más oscuro, grandes nubarrones formaban tormentas de estas típicas de verano, cargadas de aparato eléctrico, relámpagos, rayos precedidos de ensordecedores truenos que parecían romper los cristales de las ventanas. Mi padre comenzó a inquietarse y no paraba de decirle a mi madre: “Ana, tenía que ir por el caballo esto se está poniendo muy feo y no me gusta nada”, al tiempo que empezó a llover intensamente y vimos caer un rayo fulminante sobre “Lucero” que quedó tendido sobre el suelo con las patas hacia arriba, entonces exclamó mi padre, ¡Dios el caballo!, salió corriendo y mi hermano Antonio y yo detrás de él, nos pusimos calados hasta los huesos, pero cuando llegamos ya era tarde, “Lucero”, nuestro querido “Lucero”, yacía muerto, sobre la tierra que tanto había trabajado, como decía la canción, “cavándose su propia tumba ganó su último jornal”, el rayo lo había atravesado, aún mantenía la boca llena de hierba verde. 

Poblado de San Julián (Marmolejo). Foto: Javier Perales Solís.

En mi corta vida, por aquel entonces, nunca había visto a mi padre llorar tan desconsolado y nosotros con él. Aquel trágico final de “Lucero” supuso un trauma en nuestras vidas que tardamos algún tiempo en superar.

Y esta fue la historia de “Lucero”, un caballo querido por todos al que sólo le faltó hablar. Espero que el relato les haya interesado y entretenido, gracias por dedicarle un ratito de su tiempo a leerlo, porque este es uno de los anhelos que persigo, recuperar nuestra historia y cultura  para transmitirla y darle a lo nuestro el valor que se merece.



(*)La presente historia fue publicada en el Blog de la Asociación de Vecinos del Poblado de San Julián de Marmolejo el 14 de julio de 2012.

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