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Memorias de Agustín Gallardo Soriano,

el hijo de La Romera

-Agustín Gallardo Soriano-

Escribo estas letras para poder contaros algo de mi vida, de mi niñez y adolescencia, que transcurrió en este pueblo llamado Marmolejo que tanto quiero y donde tantas vicisitudes pasé en aquellos años convulsos de la guerra y postguerra. Hay quien dice que  cuando alguien recuerda su niñez y su juventud es porque su muerte está cercana. Yo no sé si eso es verdad, pero a mí se me amontonan en la memoria recuerdos de  mi infancia  y  juventud desde hace  tiempo, y es por esa razón que quisiera dejar constancia de ello. 

Yo nací en Marmolejo en la carretera de Andújar, hoy día calle Gamonal, que fue su nombre de siempre. Mis padres vivían en la fábrica de aceite de Don Manuel Palacios Olmedo (1),  en una casita que había para el guarda o casero. Mi padre, Pedro Gallardo Flores, quedó viudo con tres hijos a su cargo; después conoció a mi madre que estaba soltera y se casó con ella. Su nombre era María Dolores Soriano Lozano, hija de “La Romera”. A mi abuela  la conocían así porque vendía telas y ropas por las calles y acostumbraba a decir que su olor era tan rico como el del romero. Tuvieron otros tres hijos más: yo fui el primero de aquella nueva familia y por lo tanto nací allí, un 26 de agosto de 1934; después vino mi hermana María Ramona y a continuación mi hermano Lucas. Los tres vimos las primeras luces en aquella casita dentro de la fábrica.

Casería de Torremayor, donde Agustín pasó parte de la Guerra Civil. 

Molino de aceite de Don Manuel Palacios Olmedo, donde naciera Agustín en 1934. Aparecen en ella, las siguientes personas: a la izquierda, Juan Manuel Relaño Perales, administrador de D. Manuel Palacios Amores (hijo); María Dolores de Álava, esposa de Manuel Palacios Amores (centro) y Andrés Pastor Peña (derecha), arrendatario de las fincas de D. Manuel Palacios .

Foto de final de los cuarenta, cedida por Dña. Luisa Relaño Pérez.

La Guerra:
 Cuando llegó la guerra, que a tantas y tantas familias destrozó (nosotros no fuimos una excepción), mi familia tuvo que salir del pueblo para vivir en un caserío que tenían los dueños de la fábrica, llamado “San Agustín” aunque vulgarmente se le conocía con el nombre de Torremayor. De ese caserío y cortijo, del que tengo vagos recuerdos, viene mi nombre. Muchas de las cosas de esos  primeros años de la infancia que aquí relato, me las refirió mi madre, años después, cuando tuve uso de razón. 


En aquel cortijo había otras familias, como  la “sillera” o “silletera”. Esta familia vivía fuera del cortijo en una especie de casita cercana. Estaba allí también un tal “Merino” (creo que se llamaba Fernando) y una prima de mi madre, pero sobre todo es difícil de olvidar el hambre tan grande que pasábamos. Aquello era insostenible. También vivía la familia de Diego, “el carnicero”, en una habitación debajo de la escalera. Nosotros “los Gallardo” vivíamos arriba, en la cámara, y en el patio habitaban varias familias más.

Había bastantes niños; éramos inocentes y estábamos al margen de la batalla que mantenían los mayores por la supervivencia. A nosotros sólo nos importaba jugar, pero siempre estaba presente el hambre.

Hoy en día, con mis 83 años bien cumplidos, aún veo la “felicidad” de esos niños con la barriga hinchada y esos cuerpos esqueléticos y me pregunto ¿cómo pudimos resistir todo aquello?, porque también nosotros estábamos igual.

Pero la vida es dura y Dios nos hace fuertes. Recuerdo que comíamos hierba como los animales, porque la verdad es que no había nada más, y todo se aprovechaba. Tuvo que ser heróica la lucha de nuestros padres para sacarnos adelante. Mi madre me decía que antes de estar en ese cortijo fuimos evacuados a una aldea cercana a Bailén donde llegamos andando, y fue allí la primera vez que ella vio llorar a mi padre. Él era un hombre fuerte, curtido en el campo, que sabía luchar por la vida, pero aquel día lloró por una perra podenca de color negro que se la mató un coche del ejército. Recuerdo a mi padre decir que se llamaba “Grai”. Ella, destrozada como estaba, aún movía el rabo agradeciendo las palabras de ánimo de su amo. Él hizo un gran hoyo en la tierra y la enterró, y allí quedó para siempre aquel animal que tanta compañía y alegrías les había dado.

  Vuelvo a aquel caserío (Torremayor) del que recupero vivencias gracias a mi madre, entre ellas, la del día que los hombres cogieron una vaca, no sé si vieja o joven. Lo que sí estaba claro es que era comida para todos, y en ese tiempo no se podía tirar ni tener delicadeza por nada. Sólo había que vivir como fuera, así que la vaca se mató y como siempre fue mi padre quién lo hizo. Había una familia conocida por  “Los Dieguitos” cuyo padre era carnicero, y a él le tocó despiezarla. Se hicieron varios montones con la carne  y se repartió equitativamente para que todas las familias pudieran comer y celebrarlo. Al menos había comida para unos días, asada, cocida y, yo creo que hasta cruda, porque ni pan ni aceite había. No había nada de nada.

El tiempo pasaba y los hombres tenían que salir todos los días para ver que podían traer, mientras las mujeres se quedaban cuidando a sus hijos, y nosotros, los niños, jugando. Como se ha de suponer la vaca se terminó, y otra vez  a lo mismo, a la realidad de una guerra inhumana. Durante varias jornadas los aviones de los “nacionales” pasaban muy cerca del cortijo, volando muy bajo. Venían con la intención de bombardear el pueblo. Mi madre tenía un paño amarillo con franjas rojas y mi padre lo extendió en el tendedero que había en el patio, entonces no sabía con que fin lo hizo, pero después lo comprendí. Las demás mujeres querían quitar el paño y mi padre les pegaba con una vara para que no lo hicieran. Los aviones daban vueltas alrededor del caserío. Volaban tan bajo que hasta se podían ver a los pilotos reirse de aquella escena tan curiosa. Al final los aviones se fueron y todo volvió a la calma. Si yo fuera un buen escritor podría escribir un libro muy grande sobre todo lo que pasó en aquel cortijo.

  Otro día apareció un burro grande, pero estaba rabioso, mordía y pegaba patadas en todas direcciones a la gente. No había forma humana de cogerlo hasta que los hombres lograron reducirlo y mi padre, con su hacha de podar olivos (ya que era cortaor) lo mató. Pues bien, con el burro pasó lo mismo que con la vaca, se repartió en partes iguales para todas las familias que allí había.

  El tiempo en Torremayor transcurría y los aviones pasaron varias veces más, pero ya no se movían dando vueltas sobre el caserío, simplemente pasaban y se alejaban después de haber dejado la carga de bombas que llevaban. Con todo aquello la iglesia estuvo como ha estado siempre, del lado del vencedor. El pueblo murió de hambre, enfrentaron hermanos contra hermanos y presumían diciendo que era una cruzada y “movimiento glorioso”. No lo comprendí nunca, y aún hoy en día me cuesta comprenderlo. 

 España tenía un gobierno elegido por el pueblo; bueno o malo pero por el pueblo que se podría haber quitado con una moción de censura, en caso de que el pueblo ya no estuviera de acuerdo con dicho gobierno, pero fue más fácil hacer una guerra, una guerra donde no había piedad para nadie, ni de un bando ni del otro.  No hace mucho cayó en mis manos un libro, en uno de los viajes que solía hacer a Soria, pues tenía un hijo que vivía allí, y mi mujer y yo pasábamos temporadas con él.

D. Manuel de Palacios y Olmedo hacia 1912. Fuente: Revista Mundo Gráfico. Madrid, mayo de 1912

Era un libro de Antonio Machado y en una tertulia le preguntaban por sus ideas políticas y él respondió “yo tengo mis ideas políticas, pero siempre estaré al lado del gobierno que elija mi pueblo”. ¡Dios mío! ¡Cuanta sabiduría había en aquellas palabras!

   Mucho pasamos durante aquella guerra cruel que nos tocó vivir, pero mucho más nos tenía Dios reservado. Era impensable lo que pasaríamos después. Recuerdo cuando una noche en aquel caserío llamaron a la puerta. Era media noche. Mi padre se levantó pero ya había abierto la puerta Dieguito “El carnicero”. Todos estábamos levantados;  bajamos la escalera y al oir el ruido salieron a nuestro encuentro tres hombres armados con metralletas, dándole el alto a mi padre que era más o menos el encargado del cortijo. Mi padre se puso nervioso, pero al pronto Dieguito salió en defensa de mi padre y les dijo: “Déjenlo que es un pobre hombre que no ha hecho daño a nadie y tiene 6 hijos que alimentar”. A continuación  preguntaron a mi padre: de qué partido era, y él se limitó a decir; “del de mi familia”. Yo tengo que levantarme todos los días para alimentarla salga el sol por la derecha o por la izquierda”. Entonces uno de aquellos hombres se le acercó y le dijo: “hable con su familia pues la guerra ha terminado”.

Fue entonces cuando empezó la más atroz de las miserias, y la persecución más brutal que jamás se había conocido.

Años de penurias: La postguerra

 Años después el mundo pudo ver mucha miseria también en Ruanda, Nigeria  y muchos otros países de África, pero como en aquellos años de la postguerra jamás se vio nada igual en España, un país que civilizó y llegó a ser el amo de gran parte de Europa. Sus hijos se morían de hambre y de miseria, pero nadie fue capaz de ayudar. Solamente nos ayudó el presidente de Argentina, después de un viaje que hizo su mujer Evita a España y se dio cuenta de las calamidades que el pueblo español padecía. Mandó barcos de trigo que se descargaban en los puertos de Ceuta y Melilla, pero el dictador cambiaba el trigo por armas, no le importaba nada que el pueblo muriera de hambre, él quería terminar con aquella generación, y !vive Dios! que casi lo consigue. Le faltó conocer la capacidad de sacrificio de aquellos españoles que él tan vilmente quiso destruir, eso nos salvó.

   Al terminar la guerra regresamos a Marmolejo. Vivimos en varias casas porque entonces había muchas para alquilar. Nombraré alguna de ellas donde vivimos en vida de mi padre, aunque no puedo asegurar con exactitud cual fue la primera. Vivimos en la calle Cervantes nº 15, todos hacinados en una pequeña habitación, donde encima de la cama había un cuadro con una figura de una mujer y dos niños jugando con una pelota. Mi madre me decía que era el Ángel Custodio que cuidaba de los niños para que no les  pasara nada, pero en el cuadro también había un arroyo. Para mí era un cuadro precioso. A continuación nos fuimos a vivir a la calle Norte: allí nos metimos todos en una habitación pequeña; en total éramos ocho personas y mucha miseria. En aquella casa, (hoy con el nº 33), vivían dos familias más y no había ni servicio ni agua potable. Si había un pozo de donde se sacaba el agua potable con un cubo y una cuerda. El agua servía para beber, lavar y guisar, si se podía llamar a aquello guisar. Para el fuego usábamos moñigas de cabra seca porque ni siquiera había leña, ya que la opresión era tan grande que no podías ni salir al campo a buscar leña para encender fuego, guisar o calentarnos. De esa calle recuerdo que un día pasó por ella un destacamento moro, que había en el pueblo, cargados con borregos para comérselos, mientras que el pueblo se moría de hambre y de miseria.

 Ruinas de La Careuela. Al fondo casería de Torremayor.

Allí estuvimos poco tiempo, pues por aquel entonces las casas o habitaciones se alquilaban sólo por un año, como se decía, “de San Juan a San Juan”. Luego tenías que buscarte otra vivienda o te echaban la miseria de muebles que tenías y te los ponían en  la calle. Y si eso ocurría después venía la Guardia Civil y te aplicaba la “ley de vagos y maleantes”, así que nos marchamos a vivir a la calle Pablo Iglesias de las Vistillas, en el n.º 4. En esa calle había una casa grande que tenía la pared medianera caída, por lo que se podía pasar de una casa o otra sin ninguna dificultad, pero el hambre y la miseria seguían ahí. Era algo que llevabas contigo y no te lo podías quitar de encima. Tampoco había higiene porque las “necesidades” tenías que hacerlas en el corral encima de un montón de basura que se acumulaba de un día para otro. Recuerdo que mi padre se iba a trabajar y cuando venía cenaba lo poco que mi madre había podido preparar de comida. La racionaba en una fuente de barro y allí comíamos todos juntos, porque ni siquiera había platos ni vasos, sólo aquella fuente y una cuchara para cada uno.
  Por aquel entonces mi hermano Andrés ya se había ido con una hermana de mi padre, al menos él se libró de tanta miseria y hambre. Mi madre tenía a mi abuela muy cerca de nosotros, era una mujer con medios suficientes para habernos ayudado, pero nos dio la espalda, entonces no lo comprendí, hoy creo saber por qué sólo se llevó al más pequeño de mis hermanos, a Lucas. Se lo llevó poco después de morir mi padre de hambre y miseria que es de lo que se morían antes.

El médico que lo visitaba pronosticó que había muerto de “hambre canina”. Murió en marzo de 1942, recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo: mi madre nos puso en fila para despedirnos de él, primero fue Juan, el mayor de mis hermanos, después el segundo llamado Andrés, (estos dos ya han muerto a la edad de 80 años); luego el tercero Manuel, mi hermano más querido que hoy vive todavía y yo lo visito de vez en cuando, y por último entré yo, y vi a mi padre con aquel sudor frío, le di un beso y me salí del dormitorio (2).

Antes de la muerte de mi padre, como dije anteriormente, vivíamos en Carretera de Andújar, junto al lado de Diego “El de los periódicos”. Era una casa grande con tres dormitorios pero dos estaban ocupados por un capitán del ejército. En uno tenía la oficina y en el otro tenía sacos de pienso para su caballo, mientras todos nosotros sólo teníamos un dormitorio. En aquel entonces tendría unos 6 años; era un niño que  despertaba su inteligencia, y allí en aquella casa mi padre me dio la primera lección de supervivencia. Mis padres tenían un gallo con 3 ó 4 gallinas. Un día el gallo se cayó dentro del pozo, porque aquella casa tenía un pozo de agua que utilizábamos para beber, guisar y lavarnos. Cuando vino mi padre se encontró a mi madre llorando por lo ocurrido, mi padre sacó el gallo casi muerto pero él  lo reanimó y estuvo un buen rato con el gallo en la mano apretándole para que tirara el agua que había tragado. Cogió un vaso de vino y se lo hizo tragar; después lo lió en una manta, lo subió a la cámara, y cual fue nuestra sorpresa -sobre todo la mía- cuando oímos cacarear al gallo. Mi padre bajó con el gallo y lo soltó en el corral, casi no podía andar, pero eso sería debido a la borrachera que tenía el animal con el vino. Cuando se le pasó se fue con las gallinas tan feliz.
  En aquella época cuando mi padre venía de trabajar, mi madre le sacaba una buena manta y se la extendía en el suelo en  la acera de la calle. Él se acostaba en ella y nosotros los más pequeños nos acostábamos con él, ya que se ponía con los brazos abiertos para acogernos a todos y se ponía a cantar coplillas de la época.

 Nosotros nos fuimos de aquella calle a vivir a la que hoy se llama Pablo Iglesias. Mi padre seguía con la misma costumbre sobre todo en verano, pero como esa calle tenía la acera más estrecha la manta la ponía dentro de la casa. Por aquellos años  cuando había que llevar el viático a algún moribundo, se organizaba una procesión y delante de la comitiva iba la Guardia Civil recordando a la gente la obligación de ir a la procesión. Las calles, por donde discurría la comitiva, estaban en el más absoluto silencio. Tan sólo se escuchaban  a los acompañantes. Iban más o menos entre 50 ó 70 personas con una vela encendida y rezando. Mientras que el sacerdote estaba dando la extremaunción, toda la gente de la calle se ponía de rodillas a la puerta de la casa del enfermo y hay de aquel que no lo hiciera; ahí estaba la Guardia Civil para obligarte. Te tomaban el nombre, te llevaban al cuartel y te calentaban bien. Sucedió que una de esas  noches que pasó por mi calle el “Santísimo”, mi padre, como era su costumbre, estaba acostado en el zagüan de la casa.  Sin querer se le escapó una ventosidad que se escuchó, nítidamente, en el silencio de la noche justo cuando pasaba también por la puerta un primo mío que iba a trabajar a la panadería, por lo que, en principio, las sospechas recayeron sobre él. Pero desesperado mi primo les dijo a los civiles que él no había sido, que había sido su tío. Acto seguido detuvieron a mi padre y se lo llevaron al cuartel para pegarle aunque, finalmente, le salvó mi tío Barragán, que era el conserje del ayuntamiento mediando para que no le hicieran nada y poniendo como ejemplo al hijo de un tal Carlos, conocido por “el Tocato”, que se cagó dentro de la iglesia, debajo de las andas de nuestro padre Jesús, y no le hicieron nada.

Aún así mi padre tuvo que ir nueve noches seguidas a dormir a la cárcel y por la mañana se iba a trabajar pues era el tiempo de la siega. Después de estar todo el día al sol cenaba lo poco que había y se iba de nuevo a la cárcel a dormir. 
Los años de mi infancia pasaron marcados por la dureza, el miedo y la represión de la postguerra, con recuerdos en la escuela de mi maestro don Nicolás y sobre todo con añoranzas hacia mi madre a la que quise con  locura y a la que acompañaba en sus ocupaciones; al arroyo Valhondillo para lavar la ropa; otros días a la Venta del Charco para llevarle ropa y comida a mi hermano Manuel y en otras muchas ocasiones, a vender agua en el paseo para sacar unas perrillas y poder salir adelante.

Mi marcha a Valencia:

    He pasado mucho pero yo sigo queriendo a mi pueblo, tanto que no me importaría morir en él y que mi cuerpo lo liaran en la bandera de mi querida Andalucía, que por cierto la conservo para cuando llegue ese día.
   Con 30 años cumplidos dejé Marmolejo y marché para Valencia a buscar trabajo. Fue el día diez de marzo de 1964. Salí con pena, dejaba atrás muchas cosas, las más importantes mi esposa y mis hijos, mi madre y mis amigos y sobre todo mi tierra. Esa tierra que después de 52 años no he podido olvidar. Y es que llegó un momento en que en el pueblo el trabajo escaseaba. Hasta entonces  me había empeñado desde joven en la albañilería en la finca de Villalba, en  tareas de mantenimiento del regadío y luego en la empresa de los hermanos Barrera (Manuel, Alfonso y Santiago) y finalmente, cuando la crisis de los sesenta dio la cara con toda su crudeza  y Manuel Barrera emigró para Madrid, intenté trabajar  por mi cuenta. Pero a duras penas salía trabajo en la construcción, porque medio pueblo estaba escaso de recursos y el otro medio casi arruinado y necesitado de emigrar para buscarse la vida en otros lugares. Hice, no obstante algunas casas en el barrio de Las Vistillas, a Joaquín Catalán, al Pavillo y una casa en la calle de las Huertas a Eduardo Castejón, pero la decisión de marchar a Valencia ya estaba madurada desde un tiempo atrás.   
  
Me fui con mi suegro que por aquel tiempo tenía un camioncito de transporte y se dedicaba a llevar familias del pueblo para mejorar su vida. Aquella noche cuando llegué del trabajo me dijo que se iba a Valencia con otra familia del pueblo y no lo pensé y me vine con él. Recuerdo el viaje: todo el camino lloviendo. A la altura de Villanueva de la Reina vimos a un hombre en la carretera. Dios mío, !con todo lo que llovía!. Serían las cuatro de la madrugada y llovía muchísimo. 


  Llegamos a Valencia sobre las nueve de la mañana y descargamos  aquellos paisanos y le dije a mi suegro, voy a ver a mi tía, si no vuelvo usted se va y así que no volví y llevo aquí cincuenta y dos años. Al principio fueron días  duros, no por el trabajo, sino porque no me acostumbraba. Era difícil tanto ajetreo: tenías que coger el autobús para todo. Yo ya había estado en Lérida trabajando un  tiempo antes, pero allí iba y venía al trabajo andando y así que tuve que acostumbrarme a todo.   Mi familia se vino pronto a mi lado. Tengo una mujer valiente, por eso pienso: ¡como pude dejarla sola en el pueblo  con sus hijos cuando más falta me hacían aquí en Valencia¡.
 

 Todavía hoy al final de mi vida, y después de tantas vicisitudes,  sigo echando de menos a mi tierra; aquel pueblecito que me vio nacer y me vio emigrar. He vuelto muchas veces pero aquí continúo en Valencia, municipio de Burjassot, en esta preciosa región. Aquí se han criado mis hijos y dos de ellos los más pequeños aquí nacieron. Bendigo la tierra que me acogió con los brazos abiertos pero yo también me abracé a ella y juntos llevamos 52 años de convivencia. Creo que ninguno de los dos tenemos que echarnos nada en cara. Los dos hemos cumplido el uno con el otro.
   Hoy, catorce de noviembre del 2017, doy por terminados mis recuerdos. Mis manos tiemblan y mis ojos se cansan y mi cabeza se atrofia, se me acumulan tantos recuerdos que ya no puedo escribirlos, los ojos se me llenan de lágrimas y mi corazón de tristeza y dolor. Estoy fuera de mi tierra y me ahogo pensando en ella por eso  digo: !viva mi pueblo Marmolejo, donde nací y viví los primeros años de mi vida. Y quisiera también decir: ¡Viva Andalucía!.

 

Notas:
(1) Manuel Palacios Olmedo irrumpe en Marmolejo como propietario olivarero tras adquirir parte del capital agrícola del marqués de Villalbo hacia la década de los veinte del pasado siglo. Tuvo casa y molino de aceite en la calle Gamonal, siendo sus fincas más emblemáticas: Los Pobres, Valparroso, Torremayor, la Careuela y Valtocao. Su residencia habitual era Madrid, donde ejerció como profesional del periodismo en la prensa de la capital. Perteneció al partido conservador, corriente maurista, siendo una de las personas de confianza de su líder Antonio Maura. Estuvo adscrito al centro maurista de Madrid, de cuya directiva fue vicepresidente segundo. Fue también miembro del Ateneo de Madrid, formando parte del grupo maurista de ateneistas junto a Pio Zabala, Antonio Ballesteros Beretta, Quintiliano Saldaña, Fernando Suárez de Tangil (conde de Vallellano) y José Calvo Sotelo. Su huella periodística la encontramos en la Revista “Renovación Española”, de tendencia maurista. También colaboró con diversas publicaciones de corte conservador  como “La Verdad” y “Vida ciudadana”. Algunas de sus publicaciones fueron “Rielar de Ideas”, publicado en Madrid en 1912, “El Imperialismo” (1906), amén de un sin fin de artículos en distintos periódicos y revistas de la época. Manuel Palacios murió fusilado en Madrid el 30 de septiembre de 1936 fruto de la represión republicana llevada a cabo los primeros meses de guerra. Estuvo casado con María de la Concepción de Lourdes de Amores de Ayala, terciaria franciscana y dama enfermera de la Cruz Roja Española, fallecida en Madrid en octubre de 1956. Esta mujer seguramente tuvo, entre sus nombres, el de Agustina, ya que Agustín Gallardo, mantiene que le bautizaron así en honor a ella.  Durante los años de postguerra el patrimonio olivarero de Manuel Palacios fué vendido por su único hijo y heredero, el abogado Manuel Palacios Amores, a la familia de los Salas. (Fuente: Diario ABC de 25 de octubre de 1957).

(2) Los hermanos de padre de Agustín fueron: Juan, Andrés y Manuel Gallardo Gil. En la actualidad vive Manuel, que estuvo casado con Josefa Osuna Bueno, ya fallecida, hija del concejal comunista durante la Guerra Civil y miembro de la guerrilla antifranquista en los años de la postguerra, Francisco Osuna Galiot “Vidrio”.
 

  Agustín Gallardo Soriano.

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