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Leyendas populares marmolejeñas: La leyenda de la niña del Barranquillo (siglo XVIII)

 

-Manuel Perales Solís-

El olivar serrano fue lugar propicio para el surgimiento de muchas leyendas populares.  Foto: Marmolejo desde el pago de Aguilera. Fuente: Manuel Perales Solís.

El Barranquillo fue durante el siglo XVIII y XIX, una casería  próxima  al río Yeguas, ubicada en el arranque de la cañada  donde nace el arroyo de los Caros, muy próxima, por tanto, a la carretera de Cardeña y a la hacienda de La Campana. La finca  era del marqués de Grañina y conde de Gómara, también dueño de La Campana por aquellos años y se extendía desde dicha carretera  hasta  las cercanías del Yeguas en la zona de los Menchones del Cañuelo. En la década de los sesenta del pasado siglo, aún quedaban las ruinas de un viejo caserón de aspecto romántico donde fácilmente se intuían las bóvedas derruidas de su capilla  y la torre de su viejo  molino construida a base de sillares de piedra molinaza como elemento de contrapeso para la viga de prensado de los capachos.
  Hoy día, sorprendentemente, no queda rastro alguno de su existencia, pero sí conservamos la narración de un hecho legendario que escuché de mis mayores, ocurrido en esos parajes, cuando la casería conocía sus mejores tiempos y en ella se albergaban las cuadrillas de jornaleros ocupadas durante los inviernos en las faenas de recolección de las aceitunas. Dice así:

“Eran tiempos antiguos en los que el ingenio humano aún no había ideado la luz eléctrica, ni siquiera el motor de combustión. 

Los días discurrían entre los trabajos de recolección con  jornadas laborales casi interminables y las noches, frías y penosas, inundaban desde muy temprano el paisaje olivarero de la serranía con una oscuridad plena, sólo salpicada de las tenues lucecitas que los candiles de un sinfín de casillas y caserías proyectaban a través de los ventanales, conformando una estampa similar a la de los belenes navideños.
  En ese ambiente de sosiego vespertino, la hija más pequeña de los caseros, fue a perderse la tarde del día de Nochebuena entre los olivares lejanos a la casería cuando, en compañía de sus padres, regresaba del tajo quizás aturdida y confusa por la densa niebla que inundaba a esas horas la cañada de los Caros.

Cuando la noche invadió de veras los campos, los padres empezaron a mostrar preocupación al comprobar que la pequeña no regresaba. Entonces, sin más dilaciones, iniciaron su búsqueda por aquellos pagos ayudados de los candiles y de las demás familias aceituneras alojadas en la casería que voluntariamente se ofrecieron. Acudieron también en su ayuda los aceituneros de la Campana, de la Herradura y de Los Caros, pero día tras día, noche tras noche, resultaba infructuosa su búsqueda. Cada minuto crecía la congoja de todas aquellas buenas gentes, sobre todo cuando a la caída de cada  tarde los aullidos de lobos y de otras alimañas de la serranía cercana, hacían perder en ellos la esperanza de encontrarla  con vida.

    Pasaron siete días y siete noches y he aquí que una mañana muy temprano, y antes de encomendarse los aceituneros a sus tareas cotidianas, vieron acercarse un bulto pequeñito, entre la niebla, con dirección hacia la casa. Los caseros, José y Ana María, sorprendidos, fijaron su mirada en aquella figura difusa, resultando ser la viva imagen de la niña que inexplicablemente regresaba, sin que su aspecto presentara rasgos de haber sufrido padecimiento alguno.

Muy pronto cundió la alegría y el regocijo, y corrió, de boca en boca, el aguardiente, las tortas de aceite, los pestiños y los roscos de vino, celebrando todos juntos el feliz acontecimiento del regreso de la hija más pequeña de los caseros.

  Enseguida una duda surgió en las mentes de aquella humilde gente: ¿cómo habría podido un ser tan frágil e indefenso sobrevivir a los peligros de la noche y al frío intenso de un  invierno tan crudo donde las escarchas blanqueaban los campos hasta más allá del mediodía?.
   La niña cuando empezó a contar lo ocurrido solo pudo recordar  que una buena señora, amable y acogedora, la estuvo cuidando, noche y día, resguardándola del frío intenso bajo un bello manto de terciopelo, y cuando necesitó alimento se lo proporcionó al instante.

Obviamente aquella señora nadie pudo verla en los días posteriores al suceso. Ni tampoco las gentes de los contornos consiguieron  darle una explicación coherente a lo narrado por la niña. Sorprendentemente, unos días más tarde, los aceituneros se percataron de que un viejo olivo de la cañada de los Caros, poco dado a dar frutos en abundancia, presentaba aquel año un aspecto insólito por la gran carga de aceitunas que soportaba. Al momento la niña reconoció en aquel olivo, el sitio donde había pasado aquellos días con la misteriosa señora.

  Dicen los antiguos que aquel viejo injertal ya no dejó de proporcionar abundantes frutos en los años posteriores a tan milagroso suceso y que desde entonces, las cuadrillas de aceituneros siguen escuchado, a la caída de tarde, la tenue y dulce vocecita de aquella niña llamando a sus padres, confundida entre los cantos de los mochuelos y los susurros de las lechuzas”.

 Marmolejo desde el pago de La Cuna. Fuente: Manuel Perales Solís.



Evidentemente las leyendas formaron parte del acerbo cultural de la gente del campo en una época todavía preindustrial donde el peso de las actividades agrícola-ganaderas en la economía de los pueblos era del todo determinante. Contenían muchas de estas leyendas elementos ficticios, a menudo sobrenaturales, transmitidos de generación en generación, desde épocas remotas, con claros fines pedagógicos y moralizantes. Suelen incluir milagros percibidos como sucesos reales pero que se encuentran enmarcados dentro del adoctrinamiento tradicional con el fin último de afianzar el status de predominio ideológico de los poderes cívico-religiosos sobre la base social del lugar donde la leyenda se origina.

  Sabemos que el momento de contarlas era con la noche ya cerrada, cuando las cuadrillas se agrupaban  en torno al calor de las lumbres de las caserías. Era entonces la oportunidad para que los más viejos trasmitiesen sus conocimientos y sus experiencias vitales, a jóvenes y niños, permitiendo con ello, quizás de manera inconsciente, la transmisión a la posteridad de los elementos más genuinos de la cultura popular.

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