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Relato y recuerdos de la infancia. "Las Bellotas"

-Mariano Jurado Arcos-

 

Agradezco la colaboración de mi hermana María, Memoria viva y "disco duro" en mis trabajos y recuerdos".

 

Los recuerdos que os voy a contar ocurrieron hace muchos años – casi 60- y tuvieron tanta fuerza, tanto me impresionaron algunos, que aun viven claros en mi mente.

La calle

 Una calle, mi calle. La calle “Norte”, no sé porqué este nombre, quizás indique “hacia donde”, “el buen camino”, a mi me gusta. Está situada casi a las afueras del pueblo. Se entra por la calle Huertas y tiene su salida al campo. Entonces los trigales de “Pico Roto”, o altos maizales donde jugar y esconderse… la era. Había un camino estrecho, detrás de las casas, para ir al balneario. El otro camino, más ancho, también entre cultivos de huerta, la de Joaquín Relaño, ¡qué recuerdos!, pasando por restos de trincheras y olivares, hasta  la “fuente Conejito”.

El camino, entre olivares, se estrechaba hasta llegar al rio. En las lindes, romero, arrayanes, zarzas, lentiscos… pajarillos, insectos, lagartijas, algún lagarto, verde, grande, asustado. Si no hacíamos mucho ruido al caminar, entre la hojarasca podíamos oír cómo se deslizaba  alguna “bicha”,,, Cada montón de ramas o piedras estaba lleno de vida, pequeños ecosistemas interdependientes. Pocas luces tenía entonces la calle: tres bombillas repartidas. Casas bajas, blancas de cal en una calle de tierra. Aceras de cemento, para evitar el barro en invierno y pistas de juegos y carreras para los niños.Ya mayor he sabido que, esa calle estaba llena de historias, de personajes importantes en la vida del pueblo. Importantes o no, la gente de mi calle, por miles de motivos para mí, lo eran y lo son: hombres y mujeres implicados en la República y su defensa, machacados, en todos los aspectos después del golpe de estado militar del 36, Gente humilde que vivía de sus jornales o de la generosa naturaleza. Pasando hambre o jugándose la vida hasta el extremo del: exilio o el monte. Morir al fin.Como digo, algunas de estas cosas las he sabido de mayor. No nos hablaban nunca de penas, ni de rencores; se vivía resignadamente, dignamente, día a día.Nuestra casa, como todas, no tenia agua corriente, -la traía mi madre a cantaros-, tampoco tenía una cocina como la entendemos ahora, hace 60 años se cocinaba a leña, se lavaba a mano, en el arroyo y… aunque duro y sin comodidades, se respiraba ternura y una felicidad diríamos que adaptada. Tres habitaciones, patio y corral. En el patio una parra, la “cocinilla”, un jazmín y macetas. Muchas macetas de helechos y geranios. En verano no podía faltar la albahaca, que con tanto mimo sembraba mi padre a su “obrera”.

También un enigmático pozo, compartido con la casa de la izquierda. Mi imaginación infantil no entendía que no tuviera agua, solo cosas caídas o tiradas al fondo. Mi madre lo veía como un peligro: ¡había que rellenarlo o taparlo!, ¿algún día tendríamos un disgusto!. Mi padre lo veía como una oportunidad: quizás esté cerca la veta de agua….El corral, con un gallo y algunas gallinas, conejos y un cerdo. El cerdo era “la hucha”, ¡ahora lo entiendo!. El gallo era para el médico o el maestro de escuela: como pago y agradecimiento a sus atenciones y a curar a los niños. Al corral caían las ramas de un gran árbol, del otro lado de la tapia, era una Azofaifa. Árbol exótico y poco visto, entonces, al menos para mí. En otoño e invierno, parecía seco y lleno de grandes pinchos; en primavera se llenaba de pequeñas hojas verdes. Era en Julio o Agosto cuando, misteriosamente, se llenaba de puntitos rojos achocolatados, como aceitunas… verdes por dentro y sabían a manzana. ¡Qué raro!.

 

Dentro de casa, una única bombilla. Se encendía con el alumbrado de la calle. Una habitación era de mi abuelita, su cama con “perinolas” doradas, una mecedora, -a veces, nos parecía que se balanceaba sola… !!. Una cómoda negra con ropa; entre la ropa, buscando y rebuscando, había papeles, fotos, y cosas misteriosas…Estas cosas extrañas  no se desvelaron nunca; al contrario sirvieron de regañina a nosotros y enfado para mis padres. No podía entender que un pin o un pilla corbatas, con una hoz y un martillo, fueran peligrosos para un niño, ¡qué extraños los mayores! Encima de las habitaciones había una cámara, sin escalera…¡¡no la podía explorar!!. Eso estimulaba mi curiosidad de niño. Desde abajo, veía algún saco atado, cajas con mucho polvo, calabazas secas… Tardé muchos años en saber lo que allí había. Entonces aprendí a cazar los ratones que habitaban la cámara. Sus ruiditos por la noche, y mi volátil imaginación… no me dejaban dormir.

Mi abuelita, aunque mayor, repartía verduras todos los  días puerta a puerta en Andújar, ¿porqué no en Marmolejo?. No lo podía entender.  La llegada de los hortelanos, con sus verduras, era una verdadera fiesta todas las tardes, para mis ojos de cinco o seis años. Aquel despliegue de colores: las verdes acelgas, lechugas o espinacas….el blanco vivo de las cebollas tiernas, el ramillete rojo de rabanillos o los majestuosos cardos blancos con tonos morados, recién desenterrados…en fin, ¡qué lecciones de vida y naturaleza!.Mi hermana María, con dos o tres años, monísima,  con sus vestiditos muy limpios, trenzas, ojos grandísimos… también participaba de la fiesta junto  al niño, el mayor, el “ojito derecho de la abuelita”…dicen que guapo, también grandes ojos, inquieto y siempre pensando algo nuevo. No siempre bueno.Mi madre además del duro trabajo de casa: niños, familia y animales, “arrimaba” algún dinerillo con jornales en la aceituna, maíz…donde hubiera una ”perra gorda” a ganar allí estaba ella. De mi padre que decir: trabajo, trabajo y trabajo. Como “extras” traía leña, espárragos, algún guiso de vinagreras, cuando era el tiempo zorzales, alguna perdiz o conejos de monte…además sembraba para casa melones, garbanzos, pimientos…recogía la aceituna del bancal de olivos que el cuidaba durante todo el año. Aun tenía tiempo para hacernos algunos juguetes…Mi padre, recuerdo que, todos los días del año, a la vuelta del trabajo se hacia su “vino” en la taberna. Medio litro de vino blanco peleón con un puñado de garbanzos tostados o una tira de bacalao, Con los amigos una tertulia encriptada, en monosílabos, duraba lo que el vino, el tema como todas las noches: “como aguantar hasta que vuelvan los nuestros”…la esperanza los mantenía fuertes, vivos. Al llegar a casa, lavarse y casi sin cenar, por la modorra y el cansancio profundo. Había que dormir, soñar, recuperar fuerzas, para empezar de nuevo a la salida del sol.Las casas de alrededor, a la nuestra eran más o menos iguales, Solo la de enfrente era muy distinta, tenia planta baja y piso, más grande, pintada de un rojo cobre y franjas blancas enmarcando ventanas, puertas y ¡balcón!. Desde luego que resultaba ser un “pequeño palacio” en medio de la calle, en aquella época, con aquellos ojos.

 

Los vecinos.
Ya expliqué, lo importante que era para mí la gente de la calle. Las familias, sus oficios… ese sentido de pertenencia nos hacían únicos. En la casa de la izquierda, con la que “compartíamos pozo”, vivían dos familias: dos hermanas, una casada con Pedro “el peluso” y dos hijas; la otra casada con Julián “el perinchola”, con tres hijos. Pedro y Manuel, más o menos de mi edad, compañeros de juegos. La casa tenía dos habitaciones, En el segundo cuerpo una cocina compartida, con la chimenea siempre encendida para cocinar. Dentro, junto al pozo sin agua, un pequeño banco de carpintero y algunas herramientas. “El peluso”, hombre recio, fuerte, pelo y barba abundante. Con un toque de tristeza en sus ojos. Quizás bebía demasiado. Había sido un gran portero del equipo local… Julián, era otro modelo, completamente distinto. Vivía todo el año, él y su familia, de la naturaleza, de sus habilidades: espárragos, alcaparras, collejas, zorzales, conejos… carbón, picón, la rebusca de aceituna…cada cosa en su tiempo. Para casa, y vender o cambiar a los vecinos. Se hacia sus propias “costillas”, las perchas, los lazos. Con su esfuerzo, habilidad y conocimientos de la naturaleza, mantenía a su familia. Duro con su mujer e hijos. También bebía. De todo lo demás, de la casa, se encargaba Fca. Paula, y no era poco, lavar, cocinar, remendar, traer agua..En la casa de la derecha Juana Torres y su marido Paco “el del bombo”, tres hijos, el más pequeño íntimo amigo en lo malo y en lo bueno; desde aquellos años hasta hoy. Comíamos “cantos con aceite y azúcar” que nos hacia Juana o mi madre. Desde muy pequeños lo hemos compartido todo: cuentos, cromos, aventuras, bromas, “poner costillas”, pesca, juegos, y travesuras. En la casa de enfrente vivía “la colicana” las hijas que tenían no eran de mi edad. Tenían muy buena relación de vecindad con mis padres. Pronto emigraron a Barcelona. Al otro lado “los vicentorros”, tenían dos o tres hijos. Vivian de una recua de animales, -mulos y burros- con los que hacían portes de aceituna al molino, arena y materiales a las obras, o leña y jaras a los hornos…los hijos, desde muy pequeños iban al cuidado de los animales. A mí este “vicentorro” me parecía bastante “animal”. En la “casa del balcón”, vivían Luisa y Antonio “el municipal”, con dos hijas y un niño menor que yo, Rafael. Muy buenos vecinos, cuanto han ayudado a mi madre; Luisa nos cuidaba cuando mi madre trabajaba fuera de casa, Antoñita y su hermana eran muy amigas de María, siempre jugaban juntas. En esta casa, todos los años, se hacía matanza de un cerdo a la entrada de invierno… ¡¡ qué fiesta para los niños !!. Unas casas más allá, la de Manuel “seis dedos”, ¡nadie tenía seis dedos en una mano!, solo este buen hombre. Su mujer María, siempre la vi de luto, tenía tres hijos: Manuel, Antonio y María. Con ellos también vivía el “tío José”, (además tenían otro tío en ¡Australia!); qué sellos de correos más extraños. Toda la familia eran hortelanos, muy buena gente. Pronto se fueron a Bilbao, creo. Antonio, otro inseparable de juegos cromos y cuentos de “Roberto Alcázar y Piedrín”. Para acabar, casi enfrente de Juana Torres, mas hacia el campo, en una media casa vivía “la Eustaquia”. Mujer mayor, viuda, casi sorda, con velo negro y un hijo de unos 35 años, solterón: José “el de la Eustaquia”. Nunca entré en esa casa. José vivía en el monte, solo bajaba una o dos veces al mes. Cortaba jaras, hacia carbón y picón…vivía del monte. Persona enigmática, rara, boina negra raída, calada hasta las orejas. Ropa gris, brillante y tiesa por la resina de la jara. Hablaba muy poco, aunque se decía que: “tenía la gracia de parar las bichas”

Juegos de niños.

Cada época del año tenía sus juegos. Con la llegada del frio, se hacia la matanza en algunas casas. Era una locura para nosotros, los más pequeños. Darle vueltas al rabo, inflar y jugar con la vejiga y…comer los distintos asados en el majestuoso fuego que cocía la cebolla. Inolvidable.

En la calle, a pesar del barro, jugábamos a “la pita y el marro”, buscábamos “alúas” y cazábamos pajarillos en la huerta de Joaquín…de paso nos comíamos alguna granada. Las Navidades, también tenían para nosotros, un encanto especial: se cantaban villancicos, se pedía el “aguinaldo”… Perrunas, galletas y rosquillos en algunas casas; en la nuestra pestiños y poca cosa más, garantizaban la fiesta. Mi madre los escondía: ¡ son para Navidad ! …mi hermana y yo nos encargábamos de que llegaran pocos a esa fecha Era tiempo de recogida de aceituna, los “Vicentorros” y su flota de burros, desfilaban por la calle, con los serones llenos camino del molino. Los Reyes Magos pasaban de largo. Un día después, íbamos a casa de Estrella, mi “Madrina”: allí sí que tenían un cuento, un rompecabezas o una muñequita… para nuestra ilusión. Siempre Manuel Jurado y Estrella fueron muy buenos con nosotros.Más tarde, “la Candelaria”, hogueras de ramón en cada esquina, corros y juegos alrededor del fuego. El Carnaval era cosa de jóvenes y mayores, con sus corros y coplillas.. el despertar de la adolescencia. Isidro, yo y alguno más, a lo nuestro, poner costillas y coger pajarillos en la huerta. 

Con la llegada del buen tiempo, había que buscar nidos, hacerse un tirador con una buena “tranquilla de olivo” – no de adelfa -, con gomas de cámara de moto y ensayar el tiro con los gorriones o alguna lata. Alguna tarde, no era extraño que volviéramos a casa con algún chichón, después de las guerrillas, a pedradas, entre las Vistillas o los de “allí abajo” y la calle Norte, ¡ “los mejores” !. Después del chichón… algunos “alpargatazos” al culo…Con el buen tiempo, “el dopi”, el escondite, los cromos, las bolas… jugar en las siembras, y correr por las voces de “Pico Roto” o Joaquín Relaño, el de la huerta. Pronto empecé a leer cuentos de “Roberto Alcázar”… del “guerrero del Antifaz” o “El TBO”, que me dejaban o cambiaba, con Isidro, Antonio u otros niños de la calle. También cambiábamos coleccionables de “Ciencias Naturales”, “Las cruzadas”, de coches… no sé donde habrán ido a parar esos dos o tres álbumes que completé. A la llegada del verano, paseos al campo, “buscar pajarillos”… y al anochecer, hasta muy tarde, tomar el fresco en la puerta: hacíamos faroles con sandias caladas, con caras de miedo, y un trozo de vela encendida dentro… Tertulia entre vecinas, cotilleos, nos contaban cuentos, los clásicos, los de siempre: “Caperucita y el lobo”, “Purgancito”, “Blancanieves”… Mirábamos las estrellas, ¡¡ entonces se veían, y tenían nombre !! No faltaba el “cuchicheo de los mayores”, sus cosas, que, aunque pegábamos el oído no entendíamos.

 

Las Bellotas.

Resultaba normal, a la caída de la tarde, ver correr a los niños a esperar a sus padres o los que venían de la sierra de trabajar. Ellos sabían que estábamos impacientes. Era algo especial rebuscar en la talega, un trocito de tortilla, algún “torreznillo” o quizás la manzana de su postre, que no se comían por nosotros. Para nuestro padre, y el de tantos otros niños, las caras de alegría cuando les preguntábamos: ¿”nos traes algo”?... era su mejor alimento. Su recompensa al duro día. A veces nos sorprendían con pequeños juguetes, hechos a punta de navaja. Un barquito de corteza de pino, una sillita de carrizos o un muñeco de quejigos. En según qué tiempo o qué sitio trabajaban, las sorpresas eran distintas, variadas; no querían defraudar nuestra infantil expectación. Cualquier fruto silvestre, moras, higos chumbos, madroños, bellotas…Una tarde, José “el de la Eustaquia” había bajado de la sierra después de algunas semanas. Reunía a la puerta de su casa un corro de chiquillos, los mantenía entusiasmados repartiéndoles bellotas dulces. Recuerdo ahora esos momentos y, aún, se me pone “la piel de gallina”, erizada. Como todos, me acerqué a pedirle bellotas. Alargué mis pequeñas manos. Él me miró y me dijo: “ven Marianillo, mete las manos en el bolsillo de la chaqueta y coge las que quieras”… Metí la mano y, junto a dos o tres bellotas, saqué, enrollada en mi mano ¡¡ “una bicha” !!, una culebra. La impresión fué tan fuerte, tan impactante, que caí al suelo, y perdí el sentido.

De después, no recuerdo nada. Los efectos de la brutal canallada, y la reacción de mis padres los he sabido después, ya bastante mayor.Me contaba mi madre, que ella y los vecinos le dijeron de todo, “se lo hubieran comido”, que él, cobarde y acorralado tuvo que esconderse. La pobre Eustaquialloraba y oía mucho más de lo que hubiese querido. Su hijo no tardó en subirse al monte. Yo no lo volví a ver. A mi padre hubo que convencerle para que no “subiera al monte” a buscarlo. Hubiera sido una desgracia.A partir de todo esto, mi madre me contaba, que cogí las fiebres tifoideas, que se complicaron y pasó a meningitis, que estuve muy malito… Quizás no hubo correlación entre la canallada de “las bellotas” y mi posterior lucha, entre la vida y la muerte. Afortunadamente ganó la vida.Ahora revivo aquellos años de mi infancia, que mis padres, en mi calle, con mis vecinos y amigos, en mi pueblo – y con un montón de carencias prescindibles – nos dieron su mejor herencia para nuestro futuro: calidez y valores.Gracias a todos, también a “las bellotas dulces de la Centenera”. Ahora perdono la locura irresponsable de este pobre hombre: José “el de la Eustaquia”.

 

NEORREALISMO
El orinal estaba descascarillado,                                                      

el niño se hirió el culito.                                                              

El niño no cicatrizaba.    

La curandera le recetó pomada.                                                        

El culito del niño no mejora nada.                                                    

El padre llegó bebido como todos los sábados.                                    

La madre zurcía la sábana de quita y pon.                                        

Los siete hermanitos dormían felices y hambrientos                              

en la sola alcoba del apartamento.                                                

Solo no dormía y lloraba el pequeño del culito infectado.                    

El padre le pega al pequeño                                                          

 antes de abrazar a su mujer para hacerle otro.


Gloria Fuertes.  Poesía social, editorial cátedra.

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