top of page

Narraciones populares marmolejeñas

- Sobre apuntes de Alfonso Merino Gómez (1)-

 

Las tabernas y los tajos fueron un excelente lugar para difundir los chascarrillos o “sucedidos” ocurridos en la villa y que a fuerza de ser contados acababan incorporándose al patrimonio de la cultura popular aunque, en nuestros días, hayan quedado en el olvido. Pretendo recuperar cuatro  historias reales que ocurrieron en nuestra  localidad y que, con los años, se fueron transmitiendo de boca en boca de padres a hijos. La más lejana de todas ellas en el tiempo hace referencia a las bromas que se gastaban dos conocidos personajes marmolejeños, a la sazón buenos amigos, Joaquín “Zorrero” y Juanico Blanca. Las transcribo tal como me fueron contadas por ser un patrimonio de nuestra cultura popular que deberíamos de incorporar para preservar y transmitir a futuras generaciones.

“Joaquín Zorrero y Juanico Blanca”:

Joaquín “Zorrero” comentó un día confidencialmente a su amigo Blanca en la taberna, que estaba considerando la posibilidad de hacer unas mejoras en su vivienda, gracias a unos ahorrillos de que disponía, cifrados en 5 duros que guardaba celosamente dentro de una petaca, en el cajón de la cómoda de su casa de las Vistillas, ya que por aquellos tiempos esa era la costumbre.

 Al día siguiente salió Juanico Blanca a dar su jornal al campo y por el camino del Cerro vió venir a un arriero de Arjonilla que venía con los borricos cargados de ladrillos para vender por las calles de Marmolejo. Sin pensárselo dos veces le dió al arriero las siguientes instrucciones: “-Va a ir usted a la casa número 5 de la calle de Las Vistillas, descargue allí los ladrillos y le dice a mi mujer que en el cajón de la cómoda hay una petaca y dentro de la petaca 5 duros”. Así lo hizo aquel arjonillero. Llegó a las Vistillas a la casa que le había sido indicada. En la puerta la mujer de “Zorrero” se disponía a barrer la acera en ese mismo momento. –“Señora, ¡es usted la mujer de Joaquín?”, -dijo el arriero.-“Si señor, -contestó ella-“. –“Pues de parte de su marido voy a dejar aquí estos ladrillos pues ha pensado hacer obra en la casa”.

    La mujer sofocada contestó: -¡Ay Dios mío, mi marido se ha vuelto loco!...!Pero ¿con qué dinero le voy a pagar ésto?!. –“No se preocupe señora; su marido me ha dicho que vaya a la cómoda y dentro de ella hay una petaca y en la petaca cinco duros”. Y efectivamente, allí estaba el dinero con el que aquella mujer pagó diligentemente, pero con más pena que gloria a aquel sorprendido arriero.



Continuó aquella broma pues Zorrero, no conforme, pensó en como tomarse la revancha y lo hizo, según se cuenta, con la buena pata y el estilo correcto de dos personas que se aprecian. Por lo que, al cabo del tiempo, olvidada ya la pesada broma, contó Juanico Blanca a su compañero del alma, que se había comprado un sombrero de “ala ancha” en la feria de Córdoba, que le venía algo grande y  había pensado quitarle un dedo de vuelo. Tanto era así que hasta que no lo recortase le daba cierta vergüenza estrenarlo. Tomó buena nota de ello su amigo y un buen día que por la calle vio venir a un sombrerero de los que arreglaban sombreros, o los hacían a medida, le abordó y le dijo: “Mire usted: me he comprado un sombrero que me queda algo grande. –“Sería tan amable de pasar por mi casa (le dio la dirección de Juanico Blanca) y decirle a mi mujer que le dé el sombrero que compré en la feria de Córdoba. -Quítele usted unos tres dedos de vuelo”. Así lo hizo aquel sombrerero que quedó sorprendido al comprobar que aquella prenda con el encargo dado se había quedado convertida, de pronto, en un ridículo bombín”.

El marmolejeño Alfonso Merino Gómez (n. 1921-m.2008). Nuestros mayores fueron, casi siempre, el mejor vehículo de transmisión de nuestra cultura oral y de muchas de las expresiones populares creadas a lo largo de los tiempos por los/as marmolejeños/as que nos precedieron. Foto: Antonia Merino Jurado.

 Las bromas de estos dos buenos amigos prosiguieron en el tiempo pero curiosamente nunca fueron motivo para que surgieran desencuentros ni desavenencias insalvables porque finalmente siempre se imponía la concordia y el buen talante entre ellos.



“El  joven que fue a Granada”:

Hace ya muchos años, más de cien, un joven de Marmolejo, hijo de un próspero ganadero, tuvo que ir a Granada para llevar un rebaño de ovejas. En aquellos tiempos estos desplazamientos se realizaban a pie a través de viejas cañadas o caminos de carne. El joven, escasamente acostumbrado a salir de su pueblo, y con cierta tendencia a la fanfarronería, recibió el encargo de su padre de llevar hacia aquellas tierras, en compañía de un pastor, más de doscientas ovejas que habrían de pastar durante  los meses de verano.

Era la primera vez que el muchacho iba a salir a un lugar tan distante y alejado de su casa, pero, aún así, estaba muy ilusionado por realizar aquel largo viaje, pues jamás había visitado una ciudad con los atractivos y encantos de Granada, de la que le habían referido auténticas maravillas otros viejos pastores  marmolejeños.

Después de haber realizado el encargo del anciano padre, el muchacho regresó a Marmolejo, y  altamente impresionado por lo que había tenido ocasión de presenciar, no paraba de dar explicaciones a los vecinos y amigos que por las calles se encontraba. Incluso parecía tener afectada la cabeza, pues no recordaba, siquiera, que su casa estaba en la calle Nueva. Tuvo que preguntarle a un vecino de esa calle que ¿por dónde vivían sus padres?, pues al parecer, o se le había olvidado, o se hacía el despistado para darles la impresión de que su ausencia había durado mucho más tiempo.

 Marmolejo desde La Careuela. Fuente: Manuel Perales

 Todo lo que relataba a sus vecinos eran referencias maravillosas y sorprendentes de la ciudad de la Alhambra. Un día que se encontraba en “El Losao”, compartiendo conversación con varios jornaleros que buscaban trabajo, intentó sorprenderles con las siguientes disertaciones: “Granada está muy lejos, que en el andar no hay engaño; por las noches no hay estrellas, y se alumbran con un garrote”.



  Las conclusiones a las que había llegado el joven ganadero tardaban en ser entendidas por sus paisanos que no daban con el mensaje implícito en aquella parrafada. Fue finalmente su padre, hombre honrado y cabal, quien desvelaría las claves de tan misteriosa frase, ante el asombro de los presentes: la lejanía de Granada quedaba fuera de dudas pues el viaje se realizaba andando por penosas trochas y cañadas y duraba varias jornadas. La ausencia de estrellas durante las noches se debía a que en los días que el muchacho visitó la ciudad, al parecer el tiempo era nublado y lluvioso. Por último, y más sorprendente si cabe, lo de alumbrarse con un garrote, se explicaba por la forma con que los operarios municipales encendían las farolas, es decir sirviéndose de un palo largo al final de cual pendía una mecha.



“El apego al trabajo”:

Una vez mandó un hombre a dos jornaleros a limpiar un campo de avena plagado de malas hierbas en el pago de Ribera. Como parece ser que  no eran de los valientes para trabajar, nada más llegar al lugar indicado por el dueño, comenzaron a observar la situación de aquel sembrado. Al comprobar lo laborioso que les iba a resultar dejarlo limpio de tantas malas hierbas convinieron en no hacer nada, dando así por terminada aquella jornada tras de obtener unas sabias conclusiones sobre los diferentes tipos de hierbas de aquel terreno. El más mayor de los tres comentó: -“veamos: la pamplina, “pa” la gallina; la albejana, pa la marrana; la avena “pa” paja es buena; el carretón “pa” el lechón, y el vallico, “pa” el borrico. Así es que -dijeron- aquí somos nosotros los que estamos sobrando”. Y al momento se marcharon para su casa dando por concluida la jornada pensando que acababan de hacer un favor impagable al dueño de la tierra. Pero aquel sorprendido propietario hubo de mandar a nuevos jornaleros ya que ni disponía de marrana, ni de lechón, ni tampoco de borrico.

 Marmolejo desde el pago de Herrero. Fuente: Manuel Perales

 “Las bellotas de la Dehesa del Rincón”

Corría el año de 1945 cuando un buen día de noviembre el marmolejeño Alfonso Merino Gómez decidió ir bien temprano a coger unas bellotas a la Dehesa del Rincón, cerca de la finca de Valtocao y de la desembocadura del Jándula. Le acompañaría su amigo Andrés “El de la Sierra”, cuñado de Pedro “Potrica”, el hijo de los caseros de Valtocao. Cruzaron el Guadalquivir por la barca de Valtocao e inmediatamente se adentraron en Sierra Morena.
En esos días, el joven Alfonso, disfrutaba de un permiso de su capitán, pues estaba haciendo la milicia en el cuartel de Artillería de Córdoba y aprovechaba dichos permisos para ayudarle a su padre en las tareas del campo. Eran malos tiempos; el hambre asolaba la Andalucía de la Postguerra y cualquier ayuda a la familia siempre llegaba como maná caído del cielo, aunque Carlos Merino, el padre, disfrutaba de cierta solvencia fruto del pequeño patrimonio conseguido con muchos de esfuerzos y sacrificios a lo largo de su vida.

Para la vuelta al cuartel, Alfonso había prometido a su brigada y a un compañero de Arjonilla, muy devoto de la Virgen de la Cabeza, que les llevaría unas curiosas bellotas de unos viejos chaparros de la Dehesa del Rincón, con la forma de la venerada imagen.

  Inesperadamente en el camino hacia la Dehesa, antaño propiedad del Marqués del Cerro, les salieron al paso unos guardias civiles que, al confundirlos con gentes que iban a robar bellotas, los detuvieron y se los llevaron hacia la casería para interrogarles. Al verlos venir el casero del Rincón, intuyendo lo que pasaba, acudió presto y desde el primer momento intentó persuadir a los guardias de que los jóvenes en cuestión no tenían aspecto de ser ladrones de bellotas, pues ni siquiera sus atuendos eran  los que frecuentaban las gentes de la sierra y que a lo que iban era a por bellotas de la imagen de la Virgen de la Cabeza.  Efectivamente, los muchachos sólo llevaban una taleguilla para 10 ó 15 kilos de bellotas, cuando lo habitual era robarlas en sacos de más de 30 a 40 kilos.

Oídas las consideraciones de aquel hombre los guardias dejaron en paz a los jóvenes aunque con la condición de que se volvieran para el pueblo. Como vio el casero que se iban a ir de vacío, cuando los guardias se alejaron del lugar, les regaló unas bellotas cogidas de aquellos  chaparros que mantenía celosamente guardadas en una canasta que pendía del techo de la cocina.  Definitivamente a su vuelta al cuartel, Alfonso, le entregó las bellotas a su amigo arjonillero, el cual maravillado, quedó eternamente agradecido por tan preciado regalo.

 “El sapo de la Botija”(2):

  El suceso del Sapo de la botija me fue contado por Alfonso Merino Gómez, pero recientemente lo he visto reflejado en el libro que sobre Catalina Alanzabes Pavón “La Sabia de Montoro”, ha publicado el montoreño José Ortiz García. A su narración me he ceñido pues en nada difiere a la trasmitida por Alfonso. Evidentemente este suceso se ve que transcendió los límites geográficos montoreños y fue muy comentado también entre nuestra gente del campo, a menudo, asidua visitante de Catalina en el popular barrio montoreño del Retamar.
“Cuenta nuestro querido Juan F. Cepas, que existió un hombre que le contó una historia personal que le ocurrió cuando era joven y salía a quitar las sierpes de los olivares de la sierra. Este hombre llevaba varias semanas con fiebres altas, vómitos y diarreas que no cesaban, y una mañana al pasar por el Puente Mayor para ir a trabajar como cualquier día observó que, además de los malestares que sobrellevaba, el pelo comenzaba a caérsele abundantemente.
  En ese momento le comentó a sus compañeros  que iba a visitar a Catalina, y que siguieran sin él porque se encontraba muy fatigado. En esa hora, y ajena a este señor, nuestra Sabia se hallaba en el patio de su casa hablando con una de sus vecinas, cuando interrumpió la conversación diciendo: -Hay un hombre en el puente que viene hacia aquí, y no sabe que la medicina la tiene en su propia casa-.
No tardó ni cinco minutos cuando se presentó en el zaguán de su casa este joven, que de inmediato comenzó a exponerle el caso. Tras escucharlo con atención le sugirió que si quería erradicar con el mal que padecía, fuese a su cortijo y rompiese el botijo de beber que llenaba con el agua del pozo, ya que dentro se hallaba el origen de su enfermedad. Ni corto ni perezoso se dirigió a su hacienda quebrando el búcaro contra el suelo, encontrando en su interior un sapo.
Para evitar este tipo de incidentes en las zonas donde se usan con frecuencia botijos en el verano, la parte de la boca se tapaba con una funda realizada de crochet o ganchillo, un tapón de corcho, o una cobija de tela de cualquier prenda inservible. Incluso en algunos lugares llegan a taparse los pitorros por donde sale el agua con tapones alargados de madera que en la antigüedad los hombres tallaban a navaja”.

Portada del libro sobre  Catalina “La Sabia”, recientemente publicado por el escritor montoreño José Ortiz García. Fuente: José Ortiz García.

 Notas:

(1)  Narraciones transmitidas por el marmolejeño Alfonso Merino Gómez (n. 1921-m. 2008), trabajador eventual del campo durante muchos años en la casa de Juan Díaz Criado  “El aviador”. También fue mulero,  hortelano  y aceitunero.
(2) Relato extraído del libro “Catalina Alanzabes Pavón “La Sabia”. Autor: José Ortiz García; editado por el autor. Montoro, año 2012.

bottom of page